En los Laudes de hoy, 3 de marzo, cuarta semana del salterio, rezamos el Salmo 89 (90). Este salmo nos recuerda el contraste entre la eternidad de Dios y la transitoriedad del hombre. En su contexto original, hace referencia a la peregrinación de Israel por el desierto durante cuarenta años debido a su incredulidad. Una generación entera pereció en ese tiempo sin alcanzar la tierra prometida.
Este pasaje resuena profundamente en nuestra vida diaria. Podemos imaginar el miedo, la incertidumbre y la tristeza de aquellos que, a pesar de haber visto las obras de Dios, no fueron capaces de confiar plenamente en Él. Cuántas veces nos sucede lo mismo: la gracia de Dios*se manifiesta, pero nuestros ojos, entenebrecidos por la preocupación, el pecado y la rutina, no logran reconocerla.
«Enséñame, Señor, a apreciar tus obras, a aprovechar mi tiempo… y con él, cada desafío y reto que un Dios bueno permite para mi bien.»
¡Cuántas oportunidades de santificación y crecimiento dejamos pasar simplemente porque no reconocimos el obrar de Dios en nuestra vida! El tiempo de Dios, su kairos. Pensamos que el tiempo es un recurso inagotable, que más adelante habrá ocasión para abrazar a nuestros hijos, aconsejarlos, jugar con ellos. Pero el tiempo no espera, y cuando nos damos cuenta, han crecido y no nos consideran parte de sus vidas.
En los Laudes de hoy también se proclama Judit 8,25-27, donde se nos dice:
«El Señor nos hiere a nosotros, no para amonestarnos, sino para castigarnos.»
Estamos ad portas de iniciar la Cuaresma, y esta es una oportunidad de conversión. Un tiempo para examinarnos por todo lo que hemos perdido debido a nuestra incredulidad, los pecados de juventud, los pecados decomisión y omisión; por no haber discernido las oportunidades que Dios nos daba.
Sin embargo, la misericordia de Dios siempre nos deja abierta la puerta del regreso. La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) nos ilustra esto con gran belleza. Aquel joven que recibió su herencia y la desperdició «viviendo disolutamente» (Lc 15,13), terminó en la miseria, alimentando cerdos y deseando comer lo que ellos comían. En ese momento de desesperación, «entró en razón» (Lc 15,17) y decidió volver a su padre, quien lo recibió con amor y celebró su regreso.
Este relato nos recuerda que, aunque hayamos desperdiciado nuestra herencia espiritual, aunque hayamos sido negligentes en nuestra fe, no todo está perdido. Dios nos espera con los brazos abiertos. Si sinceramente volvemos a Él, nos recibe y nos restaura.
La Sagrada Escritura y la vida de los santos nos enseñan que, aunque no hayamos tenido un buen comienzo, siempre podemos alcanzar la meta. San Agustín, quien en su juventud se alejó de la fe, pronunció aquellas famosas palabras:
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo» (Confesiones, X, 27,38).
Estas palabras reflejan el despertar de un alma que, tras haber buscado la felicidad en el lugar equivocado, finalmente comprende que solo en Dios encuentra su verdadero hogar.
Hoy es el día de conversión. Hoy es el día para reconocer el obrar de Dios. Hoy es el día para abrazar, agradecer, confiar y volver a empezar. No dejemos pasar más oportunidades, no pensemos que siempre habrá un mañana. El tiempo que se va no vuelve, pero sí podemos decidir aprovechar lo que aún nos queda.
Que el Salmo 89 (90) nos ayude a comprender que nuestro tiempo aquí es limitado, pero si lo vivimos en Dios, se convierte en camino de eternidad.
Deja una respuesta