Hace algún tiempo, tuve una relación con un pastor de origen judío que me compartió una cita del Talmud, originalmente en arameo:
«Incluso el pecador de Israel sigue siendo Israel.»
Esta idea proviene del Talmud de Babilonia, Sanedrín 44a y expresa cómo, a pesar del alejamiento, la identidad permanece. En el judaísmo, esa identidad se asocia fuertemente con la circuncisión.
Sin embargo, en el Nuevo Testamento, el apóstol san Pablo, escribiendo a los Colosenses, nos recuerda:
“En él también ustedes fueron circuncidados, no con una circuncisión hecha por mano de hombre, sino con la circuncisión de Cristo: al despojarse del cuerpo carnal. Esto sucedió cuando fueron sepultados con él en el bautismo, y con él también resucitaron, mediante la fe en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos.” — Colosenses 2,11-12
Hoy, en la lectura de los Laudes, leí este versículo:
“Si hemos muerto con él, también viviremos con él.” — 2 Timoteo 2,11
Y eso me llevó directamente a Romanos 6, donde san Pablo profundiza en esta idea:
“¿No saben que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva.” — Romanos 6,3-4
El bautismo, entonces, no es solo un rito, sino una unión real con Cristo: morir con Él, resucitar con Él, vivir con Él.
Hace poco, una persona muy estimada me dijo que ya no se consideraba católica. Me confesó que nadie le había explicado la fe como lo hacía yo ahora. Me dolió. Pero esta realidad no es nueva. En el Libro de los Jueces, se dice:
“Toda aquella generación fue reunida con sus padres, y surgió otra generación que no conocía al Señor, ni lo que Él había hecho por Israel.” — Jueces 2,10
La fe se transmite primero en el hogar. Por palabra, gestos, práctica religiosa. En el Antiguo Testamento, los padres estaban obligados a circuncidar. En el Nuevo, deben llevar a sus hijos al bautismo sin demora, y vivir con coherencia su propia fe, porque los hijos aprenden más por el ejemplo que por las palabras.
La Iglesia también tiene su misión. Quien bautiza debe comprometerse a acompañar esa semilla: con catequesis, comunidad, testimonio, espacios litúrgicos vivos y acogedores.
San Pablo advierte también:
“Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos pasaron el mar. Todos fueron bautizados en Moisés, en la nube y en el mar. Sin embargo, la mayoría de ellos no agradaron a Dios, y sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.” — 1 Corintios 10,1-5
Esto nos recuerda que no basta haber sido bautizados. La fe es una semilla que debe crecer. Cada uno, llegado a la madurez, debe cultivarla con la oración, la lectura de la Palabra, el Catecismo, la vida sacramental y las virtudes.
Porque como dice san Pablo:
“Si le negamos, también él nos negará.” — 2 Timoteo 2,12
Y ahora sí, esa frase final que me conmueve y quiero que te lleves al corazón:
“Cristiano, no olvides la dignidad que tienes, no olvides el bautismo que has recibido.”
Esta frase, en distintas formulaciones, se encuentra en san León Magno, san Agustín y la Didaqué como exhortación a los recién bautizados y a todos los fieles. San León Magno dice, por ejemplo:
“Reconoce, oh cristiano, tu dignidad; y ya que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la bajeza de tu antigua conducta.” — San León Magno, Sermón 21 sobre la Natividad del Señor