Estamos viviendo la Octava de Pascua. Han pasado pocos días desde que celebramos el gran anuncio de la Iglesia: ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!. Los templos se llenaron, las velas se encendieron, los cantos pascuales resonaron con fuerza. Sin embargo, no es raro que, tras el fervor de la Semana Santa, venga una especie de “bajón espiritual”.
La exaltación de los días santos, la intensidad de la piedad, el recogimiento y la emoción… a veces parecen disiparse rápidamente. Volvemos a la rutina. Aparecen de nuevo las cargas, las luchas internas, las tareas, el cansancio. Y muchas veces nos asalta una sensación de sequedad o confusión.
¿Será que algo falló? ¿Dónde quedó todo lo vivido durante la Pascua?
No. No falló nada. Es justo allí —en medio del cansancio y de las luchas cotidianas— donde debe revelarse la verdadera fuerza de la resurrección. Porque lo que celebramos no es solo un recuerdo: es una realidad viva. Como dice San Pablo, “si hemos sido injertados a Cristo por una muerte como la suya, también lo seremos por una resurrección como la suya” (cf. Rom 6,5).
En el bautismo fuimos unidos a Cristo. Y así como en nosotros operan el dolor, la angustia, la enfermedad, la cruz y los trabajos… también actúa su vida. Su vida resucitada. Su Espíritu vivificante. Su fuerza que no desaparece después de Pascua, sino que permanece y nos transforma.
Cuando el cuerpo está débil, el Espíritu actúa
Vivimos tiempos en los que el cansancio, la ansiedad, la incertidumbre y la sequedad espiritual son compañeros habituales. A veces nos sentimos atrapados en cuerpos frágiles, agotados, llenos de dudas.
¿Dónde hallar fuerza? ¿Cómo continuar cuando no sentimos nada?
La respuesta está en el poder de la resurrección. No como un símbolo o recuerdo litúrgico, sino como una fuerza viva que opera en nosotros por el Espíritu Santo.
San Pablo lo afirma con claridad:
“Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Romanos 8,11).
¡Qué promesa tan grande! Ese Espíritu habita en nosotros. No sólo en nuestra alma: también en nuestros cuerpos mortales, esos que hoy están cansados, enfermos, sujetos a achaques, confusiones, y limitaciones.
Él los vivificará. Con la misma fuerza que levantó a Jesús del sepulcro.
La fe que opera en la carne
San Pablo entendió algo esencial: no se vive el cristianismo desde la comodidad, sino desde una unión vital con Cristo que sostiene incluso cuando todo parece oscuro.
“Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gálatas 2,20).
La carne no impide la fe. El dolor no elimina la presencia de Dios. Al contrario: es en la debilidad donde se manifiesta su poder (cf. 2 Cor 12,9).
Una fuerza que opera en nosotros ahora
En la carta a los Efesios, Pablo ora para que podamos comprender lo que tenemos:
“Que sepáis cuál es la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la eficacia de la fuerza de su poder, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos…” (Efesios 1,19-20).
Es el mismo poder. La misma fuerza. La misma energía que levantó a Jesús de la tumba está obrando ahora mismo en tu interior, si has creído y has sido injertado en Él por el bautismo.
Esto no es teoría. Es una realidad espiritual concreta, aunque no siempre emocionalmente perceptible. Por eso, la fe es clave. No vivimos por lo que sentimos, sino por lo que creemos.
La vida del creyente: milicia, combate, pero con victoria
La Escritura es clara: “La vida del hombre en la tierra es milicia” (Job 7,1). Las aflicciones son parte del camino. No hay promesa de una vida sin dolor, pero sí de una presencia constante que vivifica.
Cristo resucitado no elimina nuestras luchas: las transforma desde dentro. La noche no siempre desaparece, pero se llena de sentido. El cansancio no se borra de golpe, pero encuentra dirección. La ansiedad no tiene la última palabra, porque hay un poder más grande que está obrando silenciosamente.
Despierta a esa vida nueva
¿Estás seco, confundido, débil, frío espiritualmente? No huyas. No te condenes. Permanece. Como el salmista, clama:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma tiene sed de ti, mi carne te desea como tierra reseca, agostada, sin agua…” (Salmo 63,2)
Aun esa sed es ya parte de la oración. Esa búsqueda es semilla de resurrección.
Conclusión: ¡Levántate! Cristo vive en ti
Hoy, en esta Octava de Pascua, escucha esta verdad: El Espíritu Santo vivificará tu cuerpo mortal. Él no ha terminado contigo. Él sigue obrando. Él levanta lo que en ti ha muerto. Y lo hace con la misma fuerza que resucitó a Jesús de entre los muertos.
Así que no te dejes engañar por la tristeza. No te rindas ante la sequedad. El poder de la resurrección está en ti. Y está obrando.
¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Y tú has sido injertado en Él. Su vida es tu vida. Su fuerza es tu fuerza. Su victoria es tu victoria.
Éste es el día en que actuó el Señor: sea él nuestra alegría y nuestro gozo. Aleluya.