Estoy rezando los Laudes después de mucho tiempo.
Y algo me ha tocado el alma.
Dice el salmo: “No entrarán en mi descanso”.
Se refiere al pueblo de Israel.
Pero me miré al espejo… y vi mi rostro en el suyo.
¿Descanso de qué?
¿De las tempestades? ¿De las pasiones? ¿De las preocupaciones que nos desbordan?
Sí.
Como a ellos.
Como a los apóstoles.
Israel vio milagros: el mar abriéndose, el maná cayendo, el agua brotando…
Y aún así dudó.
Los apóstoles vivían con Dios hecho hombre, le escuchaban, le tocaban, le veían obrar…
Y cuando vino la tormenta, gritaron: “¡Señor, no te importa que perezcamos!”
¿Y yo?
No me diferencio nada de ellos.
También he visto las maravillas de Dios en mi vida.
También he sentido su mano sosteniéndome.
Y también, en la tormenta, he dudado.
Pero… ¡qué diferente es la ternura de Jesús en el Evangelio!
No los abandona.
No los castiga.
Se despierta.
Camina sobre las aguas.
Los mira.
Los salva.
Con amor.
Ahora… Cristo habita en mí.
Por el bautismo.
No tengo que esperar a que venga en una barca.
¡Ya está en mi barca!
¿De qué me preocupo entonces?
He visto sus obras.
He sentido su voz.
Voy a confiar.
María, el Arca que me guía en el desierto
En la tradición de la Iglesia, vi a María como el Arca de la Nueva Alianza.
La misma que acompañó a Israel en el desierto.
Esa Arca llevaba tres cosas:
- El maná → Jesús, el Pan de Vida, la Eucaristía.
- La vara de Aarón → la autoridad, el sacerdocio, Cristo coronado y resucitado.
- Las tablas de la Ley → la Palabra, el Magisterio, la Revelación.
Y María… ¡lo llevó todo en su vientre!
No era un mueble. Era una persona.
Oro que simboliza la divinidad —porque Dios la escogió—,
y madera que simboliza la humanidad —porque era como nosotros, aunque preservada del pecado original.
Contemplar a María es contemplar la Eucaristía.
Es acoger la autoridad de la Iglesia.
Es meditar la Palabra guardada en el corazón.
Ella dijo: “Hágase en mí según tu palabra”.
Yo quiero decir lo mismo.
Todos los días.
La columna de nube… y de fuego
La nube que guiaba de día.
El fuego que alumbraba de noche.
Hoy es el Espíritu Santo.
Que me guía.
Que no me deja perderme.
Si soy fiel… no hay modo de extraviarme.
María es figura de la Iglesia.
Dentro de sus entrañas, somos hijos.
En su regazo, estamos seguros.
Muchos han salido fuera, buscando revelaciones, profecías, luces nuevas…
Pero el lugar seguro para encontrar a Cristo…
es místicamente, en el vientre de su Madre.
¿Cómo saber si una voz es de Dios?
Fácil:
¿Me lleva a la Eucaristía?
¿Me une a la Iglesia?
¿Me hace obedecer con humildad?
¿Me hace imitar a María?
Si la respuesta es sí… es de Dios.
Si no… es ruido.
Voy a lograrlo. Porque Ella lo logró.
María alcanzó el cielo.
No por méritos propios, sino por gracia.
Y yo… voy a lograrlo también.
Con sus mismas armas:
- Silencio que guarda la Palabra.
- Obediencia que se entrega sin entender.
- Corazón que medita todo, incluso la cruz.
No necesito milagros espectaculares.
Necesito fidelidad pequeña.
Diaria.
Humilde.
Como la suya.
“Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones…”
Yo no quiero ser como Israel en el desierto.
Quiero ser como María en Nazaret.
Como los apóstoles… después de Pentecostés.
Con miedo, sí.
Pero con fe.
Con Cristo en la barca.
Y con María rezando a mi lado.
El descanso ya empezó.
Y la meta… es segura.
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