En los tiempos que corren, especialmente en ambientes educativos o universitarios, se suele enfrentar la visión cristiana del ser humano con posturas que lo reducen a un mero producto de las estructuras sociales, históricas o económicas. Estas corrientes, muchas veces influenciadas por el marxismo o el estructuralismo sociológico de autores como Durkheim, sostienen que el individuo no es verdaderamente libre, sino condicionado hasta sus más íntimos pensamientos y deseos por los sistemas de poder y las normas sociales impuestas. En ese marco, toda moral se ve como una forma de imposición externa.
Sin embargo, la propuesta cristiana ofrece una mirada radicalmente distinta: la moral no nace de la estructura, sino del corazón; no es una imposición, sino una respuesta de amor. Esta es una de las grandes intuiciones de Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est (n. 1), donde afirma que «al comienzo del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». El mandamiento de amar no se vive como algo impuesto desde fuera, sino como algo que brota desde lo más profundo del ser humano, cuando pensamiento y afectividad se unen y se convierten en voluntad. Es decir, el bien se elige no por obligación, sino por convicción y por amor.
Desde esta perspectiva, la educación moral, y en especial la educación católica, no puede reducirse a una lista de reglas, sino que debe apuntar a una transformación interior. Se trata de formar personas que, al comprender la verdad del bien, puedan amarlo y desearlo libremente. Esto está en línea con la afirmación del profeta Jeremías:
«Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones» (Jer 31,33).
Y también con Ezequiel:
«Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,26).
Dios no quiere esclavos del deber, sino amigos que vivan en la libertad del amor (cf. Jn 15,15).
Es aquí donde se evidencia la distancia entre una visión puramente sociológica del ser humano y la antropología cristiana. Mientras la primera interpreta al individuo como una consecuencia pasiva de estructuras, la segunda lo reconoce como persona: alguien capaz de verdad, libertad y entrega. Y no se trata de negar que existan condicionamientos sociales, culturales o históricos. El cristianismo no es ingenuo. Pero afirma que más allá de esos condicionamientos, existe una libertad radical que puede ser educada y elevada. San Ireneo ya afirmaba:
«Dios hizo al hombre libre desde el principio… porque el hombre es racional y semejante a Dios, fue creado libre en su voluntad y con dominio de sí mismo» (Adversus haereses, IV, 37, 1).
Las corrientes modernas, especialmente desde la Ilustración, han buscado liberarse de las formas autoritarias de la moral, muchas veces justificadamente. Pero en ese intento, muchas veces terminaron cayendo en una nueva forma de imposición: la del relativismo o la del Estado que reemplaza a Dios y dicta lo que es bueno o malo según sus intereses ideológicos. Así, el iluminado que cree estar liberado de toda autoridad religiosa, no advierte que muchas veces sigue bajo el yugo de estructuras culturales que le imponen lo que debe pensar, sentir y elegir.
Por eso es tan importante recuperar esta visión de la moral como respuesta libre al bien amado. Benedicto XVI, en continuidad con toda la tradición cristiana, nos recuerda que la fe no es un conjunto de normas vacías, sino el encuentro con una Persona, con Cristo, que transforma desde dentro. Cuando se produce ese encuentro, entonces el mandamiento se vuelve alegría, la norma se vuelve camino, y la voluntad se ejercita en libertad. Como decía san Agustín:
«Ama y haz lo que quieras» (In epist. Io. ad Parthos, VII, 8).
No porque el amor sea ciego, sino porque cuando uno ama verdaderamente el bien, su querer se alinea con la verdad.
Aplicado a la educación, esto tiene consecuencias inmensas. Educar no es imponer, sino despertar. Despertar la conciencia, la inteligencia, el corazón. Es invitar a los alumnos a buscar la verdad, a reconocer el bien, a comprometerse con él desde dentro. Por eso, la educación católica no puede ser simplemente doctrinal ni normativa; debe ser profundamente humana, integradora, transformadora. Como dijo el papa Francisco:
«La educación es un acto de amor, es dar vida» (Discurso al Congreso de Educadores Católicos, 2015).
Y aquí se abre también un desafío pastoral: mostrar que la fe no es una carga ni una estructura más, sino un camino de libertad. Frente a una cultura que sospecha de todo lo que suene a deber, el cristianismo propone una moral que brota del corazón transformado. Esto es, sin duda, una de las grandes novedades del Evangelio y también una de sus más profundas revoluciones.
En resumen, frente a quienes ven la moral como una imposición externa, el cristianismo ofrece una visión más alta y más digna: la moral como una respuesta libre, nacida del corazón iluminado por la verdad y encendido por el amor. No una estructura que oprime, sino una forma de vida que libera. En un mundo que anhela libertad pero muchas veces la confunde con capricho, este mensaje no solo es actual: es urgente.