Reflexión: – El llanto del profeta y la voz de Dios en medio del desorden

En un pequeño salón de clases, en un curso de teología, he contemplado un espejo de algo más grande: lo que ocurre en la Iglesia misma. Un microcosmos donde se refleja no solo el drama humano, sino el drama espiritual de nuestro tiempo.

Un liderazgo que, con apariencia de suavidad y buena voluntad, se aparta de la verdad y ejerce la autoridad como imposición, no como servicio. Una jerarquía que, al ser confrontada, responde con hostilidad y control. Frente a ella, un rebaño que no escucha la voz del Buen Pastor, sino que se amedrenta ante la figura que lo domina. Personas que, con la verdad delante de sus ojos, eligen negarla, minimizarla o justificarla. Un pueblo que rehúsa ejercer el juicio moral que Dios sembró en su conciencia, repitiendo así el ciclo de sumisión y abuso.

Este cuadro me trae a la mente el dolor del profeta Jeremías, aquel hombre que amó profundamente a su pueblo, pero que tuvo que anunciar su ruina porque se apartaron del Señor.

“Mis entrañas se conmueven por Jerusalén. ¡Lloro sin cesar! ¡Mi corazón está herido!” (Jeremías 4,19).

Jeremías no era un rebelde, ni un cínico, ni un descontento. Era un hombre de Dios, que sentía el peso de la infidelidad de su pueblo como una herida en su propio cuerpo. Y al igual que él, hoy muchos en la Iglesia sienten ese mismo desgarro: no por odio, sino por amor.

Porque el problema no es solo el abuso de poder, ni la corrupción de algunos, sino la falta de conocimiento que Oseas denunció con fuerza: “Mi pueblo perece por falta de conocimiento” (Oseas 4,6). No se trata de ignorancia académica, sino de una ceguera espiritual: la negación voluntaria de la verdad que ya se conoce. Es lo que San Pablo describe con dramática claridad: “Y como no les pareció digno de tener en cuenta a Dios, Él los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas indignas” (Romanos 1,28). Cuando se rechaza la verdad, el corazón se oscurece. Y en esa oscuridad, cualquier voz autoritaria puede pasar por la voz de Dios.

En este contexto, el rebaño deja de seguir al Buen Pastor, quien dice:

“Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen” (Juan 10,27).

En su lugar, siguen a extraños, a pastores que no las aman, sino que las dominan. Y así se cumple el triste adagio: “El pueblo merece a sus gobernantes”. No porque sean malos por naturaleza, sino porque, al renunciar a su libertad interior, a su conciencia formada en Cristo, terminan bajo el dominio de quienes los sojuzgan.

Pero en medio de este desconsuelo, Dios sigue hablando. Y en mi oración, he sentido que, como al profeta Samuel, el Señor me dice:

“Basta de llorar por Saúl, porque yo lo he desechado” (1 Samuel 16,1).

No se trata de indiferencia, ni de desamor, sino de aceptar un misterio divino: hay un momento en que el llamado no es a cambiar a los otros, sino a permanecer fiel a la misión propia. Mi deber no es cargar para siempre con el peso del fracaso ajeno, sino soltar el duelo, guardar la paz del corazón, y seguir adelante hacia aquello que Dios me ha encomendado.

La Iglesia no pertenece a los hombres, sino a Cristo. Él es su cabeza, su fundamento, su esperanza. Y aunque en este tiempo veamos ruinas, Él sigue edificando:

“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16,18).

El Magisterio de la Iglesia, fiel a su misión, nos recuerda que

“la Iglesia es santa, aunque esté compuesta por pecadores” (Catecismo de la Iglesia Católica, 827). Ella es, al mismo tiempo, “santa y necesitada de purificación” (Lumen Gentium, 8), porque camina en medio de la historia, con sus luces y sus sombras.

Por eso, no desfallezcamos. No nos dejemos arrastrar por el desánimo ni por el resentimiento. Que nuestro llanto, como el de Jeremías, no sea un grito de derrota, sino una oración de esperanza. Que nuestra denuncia no sea desde el juicio, sino desde el amor. Y que, como María en la cruz, permanezcamos de pie, fieles, incluso cuando todo parezca desmoronarse.

Porque al final, no es el poder humano el que salva, sino la gracia de Dios. No son los líderes los que sostienen la Iglesia, sino Cristo. Y Él, el Buen Pastor, “no deja de lado a ninguna de sus ovejas” (San Agustín). Aunque el rebaño se disperse, Él irá en busca de la que falta.

Hoy, como Samuel, como Jeremías, como Pablo, como María, se nos pide fidelidad. No cambiar el mundo de inmediato, sino mantener encendida la llama de la verdad, alimentar la esperanza, y caminar con humildad, oración y obediencia al Señor.

Que el Espíritu Santo renueve a su Iglesia. Que levante pastores según el corazón de Dios (cf. Jeremías 3,15). Que ilumine a los fieles para que reconozcan la voz del Pastor y no sigan a extraños. Y que a cada uno de nosotros, en nuestro pequeño salón, en nuestra comunidad, en nuestro corazón, nos diga: “No temas, porque yo estoy contigo” (Isaías 43,5).

“Restáuranos, Señor, y seremos restaurados; renueva nuestros días como antes” (Lamentaciones 5,21).


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