La Verdadera Catolicidad

La Verdadera Catolicidad

De Babel a Pentecostés: la verdadera catolicidad es don de Dios

En el relato bíblico de la Torre de Babel (Gén 11,1-9) y el acontecimiento de Pentecostés (Hch 2,1-13), encontramos dos momentos aparentemente opuestos pero profundamente conectados. En ellos se juega el drama humano de la unidad y la diversidad, la soberbia y la comunión, la construcción de imperios terrenos y la edificación del Reino de Dios. Lo que en Babel se deshace, en Pentecostés se redime. Y en medio de ambos relatos se revela una verdad fundamental: la verdadera catolicidad —la universalidad de la salvación y de la comunión humana— no es obra del hombre, sino don de Dios.

En Babel, los hombres, aún compartiendo una sola lengua, se embarcan en un proyecto que a primera vista parece noble: construir una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo. Pero el objetivo queda claro: “hagámonos un nombre” (Gén 11,4). La unidad aquí no es don ni comunión, sino una alianza basada en la autosuficiencia del hombre, en la pretensión de elevarse por sí mismo hasta las alturas, desafiando los límites que el Creador ha dispuesto. En este proyecto, Dios es marginado. Se construye una “ciudad del hombre”, cerrada al misterio, autorreferencial, y por ello, estéril.

La respuesta divina no es una venganza sino una corrección pedagógica. Dios confunde sus lenguas y dispersa a los hombres. El lenguaje, que era instrumento de unidad en la soberbia, se convierte en causa de división. Pero esa confusión revela una verdad esencial: la unidad sin Dios no solo es imposible, sino peligrosa. Así lo interpretará más adelante san Agustín, quien en La ciudad de Dios contrapone esa construcción humana a la ciudad de Dios, edificada por la gracia, orientada hacia lo eterno y fundada en el amor a Dios sobre todas las cosas.

Pentecostés, en cambio, representa el reverso glorioso de Babel. Aquí también hay una multitud, reunida en torno a los apóstoles, pero no para construir algo por sí mismos, sino para recibir un don: el Espíritu Santo. Y este Espíritu no anula la diversidad de lenguas y culturas, sino que hace comprensible el mensaje de salvación para todos. Los que escuchan a Pedro no hablan la misma lengua, pero cada uno oye “en su propia lengua las maravillas de Dios” (Hch 2,11). Aquí se realiza la verdadera catolicidad: una unidad que no uniforma, sino que armoniza en la diversidad; una comunión que no se impone desde fuera, sino que brota desde el interior, desde el corazón renovado por la gracia.

San Agustín ve en estos dos episodios una clave para comprender el sentido de la historia. En Babel se manifiesta la ciudad del hombre, fundada en el amor propio llevado hasta el desprecio de Dios. En Pentecostés comienza visiblemente la ciudad de Dios, edificada sobre el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo. La primera busca unificar al mundo por la fuerza de la técnica, el poder, o la ideología. La segunda reúne a los pueblos por medio del anuncio de la verdad y la conversión del corazón. La primera se fragmenta, la segunda permanece.

A lo largo de la historia, muchos imperios, regímenes e ideologías han querido reeditar Babel. Desde los imperios antiguos hasta las formas modernas de globalización, se ha soñado con una humanidad unificada, pero sin Dios. Estas formas de falsa catolicidad terminan siendo proyectos de dominación o de homogeneización forzada. Al querer eliminar las diferencias, ahogan la libertad. Al pretender una unidad sin verdad, sacrifican la dignidad. Son Babeles disfrazadas.

La catolicidad verdadera, en cambio, no es la simple suma de todos los pueblos, culturas y lenguas, ni la imposición de una única cultura dominante. Es más bien la expresión de una comunión que se origina en Dios, en el amor trinitario que se comunica por el Espíritu Santo y se encarna en la Iglesia. Por eso la Iglesia es “católica”: no por abarcar muchos, sino por acoger a todos en la verdad del Evangelio. Esta catolicidad no suprime lo humano, sino que lo redime. No elimina las culturas, sino que las eleva y las purifica en Cristo.

Pentecostés inaugura la misión universal de la Iglesia: llevar a todos los pueblos la buena noticia de la salvación. Pero esta misión no es una conquista imperial, sino una propuesta de sentido, un llamado a entrar en comunión. Es el Espíritu quien impulsa, guía y da fecundidad a esta misión. No es iniciativa humana. Es gracia.

En tiempos donde se busca con ansiedad nuevas formas de unidad global —política, económica, incluso religiosa—, la enseñanza de Babel y Pentecostés sigue vigente. Nos recuerda que solo en Dios se encuentra el principio verdadero de comunión. Y que la unidad humana, para ser auténtica, debe estar fundada en la verdad y vivida en el amor. Solo así evitaremos construir nuevas torres que, tarde o temprano, volverán a caer.


Referencias

Agustín de Hipona. (2009). La ciudad de Dios (R. R. Ramos, Trans.). Editorial Verbo Divino. (Original publicado en 426).

Biblia de Jerusalén. (2007). Biblia de Jerusalén (6ª ed.). Editorial Desclée De Brouwer.