Introducción
En nombre del diálogo, la inclusión o la sensibilidad ecuménica, no pocas voces contemporáneas —incluso dentro del ámbito católico— han renunciado a la precisión terminológica en asuntos de fe. Se prefieren fórmulas vagas, emocionales o excesivamente subjetivas, como si la claridad doctrinal fuera un obstáculo para la comunión, en lugar de su fundamento. Esta tendencia, lejos de constituir un gesto de apertura, corre el riesgo de vaciar el contenido sobrenatural de la fe, reduciéndola a una actitud psicológica o existencial.
Este ensayo busca recuperar la noción clásica de la fe teologal, tal como ha sido transmitida por la tradición católica: no como un sentimiento ni como una simple confianza interior, sino como un don sobrenatural por el cual el hombre, movido por la gracia, asiente libremente a la verdad revelada por Dios. Defender esta comprensión no equivale a cerrarse al diálogo, sino a preservar aquello que hace posible un verdadero encuentro: la fidelidad a la verdad que libera. Como enseña el Concilio Vaticano II, «la obediencia de la fe debe prestarse a Dios que revela, con la obediencia plena del entendimiento y de la voluntad» (Dei Verbum, 5). Sin esa obediencia, no hay fe, sino mera opinión, anhelo o nostalgia.
Raíces protestantes de la subjetivización: del principium internum a Schleiermacher
Detrás de la actual tendencia a presentar la fe como una experiencia puramente interior —vaga, emocional o meramente existencial— no se encuentra únicamente una respuesta a los desafíos de la modernidad, sino también la prolongación de tensiones inherentes al desarrollo histórico del protestantismo. En particular, es posible trazar una línea conceptual continua desde el principium cognoscendi internum de la teología calvinista clásica hasta la redefinición schleierrmacheriana de la religión como sentimiento subjetivo.
Louis Berkhof, en su Introducción a la Teología Sistemática, establece una distinción clara entre el principium cognoscendi externum —la Sagrada Escritura como fuente objetiva y autoridad normativa de la revelación— y el principium cognoscendi internum —el testimonio interior del Espíritu Santo, que otorga al creyente la certeza de que la Escritura es verdaderamente la Palabra de Dios. En la ortodoxia reformada del siglo XVII, ambos principios se mantenían en equilibrio: el Espíritu no generaba una revelación independiente, sino que iluminaba la inteligencia del creyente para que asintiera a la verdad ya contenida en las Escrituras.
Sin embargo, a medida que el protestantismo avanzó en su proceso de fragmentación —carente de magisterio, tradición vinculante o criterio eclesial estable—, el principium internum tendió progresivamente a desplazar al externum. Si cada individuo, guiado por el Espíritu, podía “saber en su interior” qué era verdadero, la Escritura dejaba de funcionar como norma objetiva y se convertía en un mero catalizador de experiencias subjetivas. En este contexto, la doctrina pasó a un segundo plano e, incluso, llegó a ser vista con recelo: discutir sobre contenidos precisos de fe parecía contradecir la “libertad del Espíritu” o la “convicción personal”.
Es en este terreno donde florece el pensamiento de Friedrich Schleiermacher. Aunque su lenguaje ya no pertenece al marco del calvinismo ortodoxo, su propuesta constituye una radicalización lógica de esa misma dinámica. Al quedar descartada la posibilidad de una verdad religiosa pública, compartida y racionalmente accesible, la fe debía fundarse en lo único que parecía inobjetable: la conciencia interna del sujeto. Así, la religión cristiana dejó de entenderse como adhesión a una revelación histórica y objetiva para convertirse en la expresión de un “sentimiento de dependencia absoluta”. La fe ya no era un acto del entendimiento y la voluntad ante la Palabra de Dios, sino un estado afectivo, íntimo y privado.
Una consecuencia notable de esta redefinición es que, aunque se presenta con frecuencia como una “profundización espiritual”, evita sistemáticamente cualquier confrontación doctrinal que pudiera revelar las dificultades del protestantismo para sostener una identidad confesional coherente. Si la fe se reduce a interioridad, ya no es necesario responder a cuestiones incómodas sobre la interpretación de la Escritura, la autoridad de la Iglesia, la naturaleza de los sacramentos o la relación entre gracia y libertad. Todo se resuelve en la esfera privada del “yo siento que Dios me habla” o “tengo paz en mi corazón”. Bajo la apariencia de humildad o apertura, se instaura así una forma de inmunidad dogmática: nada puede ser juzgado, porque nada se afirma con claridad.
Este giro, profundamente enraizado en la lógica del protestantismo tardío, ha sido asimilado incluso por algunos teólogos católicos que, en nombre del ecumenismo o de una supuesta “actualización”, adoptan un lenguaje subjetivista que diluye la noción clásica de fe teologal. No obstante, la fe cristiana, tal como ha sido entendida por la tradición católica —y como debía serlo también en la mejor ortodoxia reformada—, nunca ha sido una experiencia aislada del sujeto. Es un don sobrenatural que se recibe en la Iglesia, se formula en el Credo, se comprende con la razón iluminada por la gracia y se vive en comunión. Negar esta dimensión objetiva y eclesial no facilita el diálogo; por el contrario, lo priva de su fundamento en la verdad.
Lutero y la ruptura entre fe, razón y naturaleza
Esta crítica a la subjetivización encuentra en la figura de Martín Lutero uno de sus antecedentes más influyentes. Si bien Schleiermacher opera en un horizonte post-ilustrado, el principio que lo alimenta —la desconfianza radical hacia la mediación racional y eclesial en la relación con Dios— ya está presente en el pensamiento luterano.
La célebre frase atribuida a Lutero —«la razón es la prostituta del diablo» (die Vernunft ist des Teufels Hure)—, aunque no aparece textualmente en forma idéntica en todos sus escritos, refleja fielmente su posición en múltiples pasajes, especialmente en sus polémicas contra el libre albedrío y la filosofía escolástica. En su obra De servo arbitrio (1525), Lutero afirma con rotundidad que la voluntad humana está totalmente esclavizada por el pecado y que la razón, lejos de ser un instrumento para acercarse a Dios, se convierte en una herramienta al servicio de la rebelión humana contra Él.
Esta postura deriva directamente de su doctrina del pecado original, según la cual toda la naturaleza humana está corrompida (corruptio totalis). No se trata de que el ser humano haya perdido su humanidad, sino de que ninguna de sus facultades —ni la voluntad, ni la razón, ni los afectos— puede cooperar con la gracia para alcanzar la salvación. En este marco, la salvación es enteramente obra de Dios, sin ninguna aportación humana, ni siquiera en forma de asentimiento libre movido por la gracia previa, como enseña la doctrina católica.
Tal visión tiene al menos tres consecuencias decisivas:
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Negación de la cooperación humana con la gracia (synergia):
La doctrina católica, reafirmada en el Concilio de Trento (Sesión VI, capítulos 5 y canon 4), sostiene que Dios mueve al hombre por su gracia, pero el hombre puede y debe cooperar libremente. La gracia no anula la libertad, sino que la restaura y la eleva. Lutero, en cambio, considera que cualquier noción de cooperación es una forma encubierta de autosuficiencia y, por tanto, herejía. -
Desconfianza radical hacia la razón en asuntos de fe:
Para Lutero, la razón es útil en lo temporal —política, ciencias naturales, etc.—, pero peligrosa y engañosa en lo espiritual, ya que pretende juzgar a Dios. De ahí su rechazo a la teología escolástica y a la idea de que la fe pueda ser iluminada o defendida por la razón natural. -
Una fe desencarnada de la razón y de la naturaleza:
Al separar radicalmente fe y razón, Lutero sienta —aunque sea de modo no intencionado— las bases del subjetivismo religioso. Si la fe no puede apelar ni a la razón ni a la tradición eclesial como norma objetiva, termina fundándose en la experiencia interna del individuo: «siento que soy justificado», «tengo certeza de mi salvación», etc. Y eso, efectivamente, no es la fe teologal que define el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1814–1816): un don sobrenatural que implica inteligencia, voluntad y gracia, todo ello en comunión con la Iglesia.
Por tanto, la frase sobre la “prostituta del diablo” no es un arrebato aislado, sino la expresión simbólica de una antropología teológica en la que la naturaleza humana no está herida, sino muerta respecto al bien sobrenatural, y en la que la gracia no sana ni eleva, sino que cubre (como un manto externo, extra nos). Esta visión excluye la cooperación con la gracia y minimiza el papel de la razón en la vida de fe, lo cual —desde la perspectiva católica— no solo es heterodoxo, sino que rompe con la visión integral del ser humano que la Iglesia ha mantenido desde los Padres.
Conclusión doctrinal
Decir, pues, que la Reforma sustituyó la fe teologal por una fe subjetivizada no es una opinión marginal ni una “corriente” disidente, sino una enseñanza constante y clara de la Iglesia católica, respaldada por:
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El Concilio de Trento, que en la Sesión VI, capítulos 8 y 9, afirma que la justificación no es sola fide y que la fe verdadera no es una mera confianza o certeza subjetiva de ser justificado, sino que implica asentimiento a la verdad revelada por Dios (fides quae creditur) y confianza en Él (fides qua creditur), siempre enraizada en la caridad y ordenada a las obras.
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El Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1814–1816), que define la fe como una virtud teologal «por la que el hombre, movido y ayudado por la gracia de Dios, da libremente su adhesión total a Dios que se revela», y subraya que «no se trata de un sentimiento vago ni de una opinión puramente intelectual», pero tampoco de una confianza puramente psicológica desligada del contenido objetivo de la revelación.
En un tiempo en que se busca “no ofender” incluso a costa de la verdad, recordar que la verdadera caridad incluye la claridad doctrinal es más necesario que nunca. Porque solo en la verdad —pública, objetiva y recibida en la comunión de la Iglesia— la fe puede ser lo que siempre ha sido: un acto sobrenatural de adhesión a Dios que revela.


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