La Nueva Creación

La Nueva Creación

La Resurrección: Una Realidad Incoada

Incoar (del latín incohare) significa “empezar, iniciar algo”. Es un término formal que se usa, por ejemplo, para procesos judiciales, pero también se aplica en teología para hablar de realidades que han comenzado pero aún no se han consumado. Cuando decimos que “la nueva creación es una realidad incoada”, estámos diciendo correctamente que ya ha comenzado, pero no se ha completado aún. Es lo que expresan teológicamente frases como “el Reino ya está presente, pero aún no en plenitud”.

En este Domingo de Resurrección, al contemplar el misterio glorioso de Cristo resucitado, se hace evidente que la nueva creación no es solo una promesa futura, sino una realidad incoada: ya ha comenzado en la historia, aunque todavía espera su plena consumación.

Este acontecimiento no es solo un hito del pasado, sino un parteaguas que marca un nuevo inicio. En la Resurrección, el Padre ha confirmado a Jesús como el Señor del cosmos, inaugurando así el Reino que será plenamente manifiesto en la Parusía. Como enseña san Pablo:

«Si alguno está en Cristo, es una nueva creación; lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo»
(2 Corintios 5,17)

La Revelación como llamada a la intimidad con Dios

Al reflexionar sobre esta realidad, me doy cuenta de que la Revelación divina no es solo una clave de salvación. En ella, Dios se da a conocer pacientemente a lo largo de la historia, invitándonos a una relación íntima con Él. No se contenta con salvarnos «desde fuera», sino que desea incorporarnos en su misma vida.

La Revelación es progresiva, y su culmen es Jesucristo. En Él, Dios se revela no solo como Creador y Salvador, sino como Padre que quiere hacernos partícipes de su intimidad. Esto va más allá de una mera adhesión intelectual o moral; es una llamada a vivir como hijos en el Hijo, en comunión con Él.

El apóstol Pablo expresa esta dimensión en su carta a los Romanos:

«Cuando los gentiles, que no tienen la Ley, cumplen naturalmente lo que ella ordena, ellos, sin tener la Ley, son ley para sí mismos. Muestran que llevan escrita en el corazón la obra de la Ley, como lo atestigua su conciencia y sus razonamientos, que unas veces los acusan y otras los defienden.»
(Romanos 2,14-15)

Este pasaje nos recuerda que la salvación está abierta a todos, incluso a quienes no han recibido explícitamente el Evangelio, pero viven conforme a la verdad inscrita en sus corazones. Sin embargo, formar parte del pueblo de la Revelación sigue siendo un privilegio y una responsabilidad: custodiar, anunciar y testimoniar esa luz al mundo.

Llamados a convocar y someter todas las cosas a Cristo

Hoy, en esta etapa de la historia en que la nueva creación ha sido incoada por la Resurrección, la misión de la Iglesia es llamar, buscar y reunir a los hijos de Dios dispersos (cf. Juan 11,52). Nuestra vocación no es pasiva. Como discípulos, somos enviados a convocar a todos a la comunión y a colaborar con Cristo en la redención del mundo.

Pero no solo se trata de evangelizar personas: también estamos llamados a someter todas las cosas al reinado de Cristo —la ciencia, el arte, la política, el trabajo, la cultura— como indica san Pablo:

«Él debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies. Y el último enemigo que será destruido es la muerte.»
(1 Corintios 15,25-26)

Este proceso no es automático ni mágico: requiere nuestra participación activa, nuestra entrega diaria. No se trata de esperar de brazos cruzados la segunda venida del Señor, sino de prepararla con fidelidad, como Juan Bautista preparó la primera.

San Ireneo de Lyon lo expresa así:

«La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios»
(Adversus Haereses, IV, 20, 7)

Es decir, la redención no es solo un rescate, sino una plenitud que se alcanza al vivir en la presencia de Dios. Y esa presencia ha comenzado ya, aunque no en su totalidad.

Dios se hizo hombre para que el hombre se haga dios.” (Adversus Haereses, V, Prefacio)

Esto ilustra cómo la tradición patrística entendía la salvación como una participación creciente en la vida divina, no como un estatus jurídico instantáneo.

San Atanasio añade:

«El Verbo se hizo hombre para que nosotros seamos divinizados»
(De Incarnatione Verbi, 54)

Esto revela el corazón del misterio pascual: la participación del hombre en la vida divina a través de la unión con Cristo resucitado. Esa transformación ha comenzado. No la vemos aún del todo, pero es real.

Preparando la Parusía: la Iglesia como señal

Así como en el Nuevo Testamento se preparaba la primera venida del Mesías, hoy la Iglesia está llamada a preparar su regreso glorioso. Vivimos en el «ya pero todavía no»: el Reino está presente en misterio, pero se revelará en gloria.

Esta es la realidad incoada: la Resurrección ha puesto en marcha un proceso irreversible, pero aún inacabado. Como dice el Catecismo:

«La Resurrección de Cristo es principio y fuente de nuestra resurrección futura»
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 655)

La Iglesia, mientras tanto, tiene la misión de hacer visible esa nueva creación en el mundo, no solo con palabras, sino también con obras: en la cultura, en la ciencia, en el arte, en el compromiso social, etc.

Esto da a nuestra fe un carácter profundamente activo y transformador. No esperamos pasivamente el Cielo, sino que colaboramos con Dios en el nacimiento de esa plenitud que vendrá.

Por eso, nuestra vida cristiana no es una mera espera pasiva, sino una colaboración activa con el plan divino. Vivimos como centinelas de la aurora, anunciando con esperanza el día sin ocaso.