Jesús dijo: «El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). Esta afirmación, aparentemente tajante, encierra una verdad profunda: no existe neutralidad ante la misión de Cristo. Quien no colabora con Él, de alguna manera, obstaculiza su obra. Esta expresión, más que una amenaza, es una revelación del carácter comunitario de la fe cristiana y de la misión de la Iglesia.
En los Hechos de los Apóstoles, cuando Jesús se aparece a Saulo camino a Damasco, le pregunta: «¿Por qué me persigues?» (Hch 9,4). Saulo perseguía a los cristianos, pero Jesús no hace distinción: perseguir a los cristianos es perseguirle a Él mismo. Aquí se revela que la Iglesia no es simplemente una comunidad que adora a Cristo, sino su mismo Cuerpo. Trabajar por Cristo implica necesariamente trabajar con su Iglesia.
Este principio fundamental establece la unidad indisoluble entre Cristo y su Iglesia. No se puede decir que se sigue a Cristo, pero se rechaza a su Iglesia. Esto tiene consecuencias prácticas. Si bien existen muchos grupos que se dicen cristocéntricos, han eliminado de su vida y doctrina cualquier necesidad de la Iglesia. Esta visión, aunque bien intencionada, se aleja de la realidad evangélica. El cristianismo no es una relación exclusivamente individual con Jesús; es una comunión que se encarna en la Iglesia, columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15).
El teólogo Henri de Lubac, en su obra Catolicismo: Aspectos sociales del dogma, recuerda que los sacramentos constituyen a la Iglesia, y que esta, a su vez, los dispensa. No se puede acceder a los medios ordinarios de gracia al margen de la comunidad eclesial. Los sacramentos no son autoservicio espiritual, sino signos eficaces instituidos por Cristo y confiados a su Iglesia. Cuando alguien se desvincula de esta comunidad, se aleja también de los medios ordinarios de salvación que Cristo ha establecido para la humanidad.
Más aún, la comunión plena con la Iglesia requiere unidad en tres dimensiones fundamentales: la fe (la adhesión a la doctrina revelada), los sacramentos (la participación en los signos de gracia instituidos por Cristo) y el gobierno (la comunión con los legítimos pastores, en especial el sucesor de Pedro). Esta triple dimensión es sostenida tanto por el Código de Derecho Canónico actual como por el de 1917, que sigue siendo referencia para muchos tradicionalistas. El canon 1325 §2 del Código de 1917, por ejemplo, condena a quien rehúsa la sumisión al Romano Pontífice. La obediencia al Papa no es opcional para quien quiere permanecer en la comunión de la Iglesia.
El Código de Derecho Canónico y la obediencia al Papa
En cuanto a la obediencia al Papa, el Código de Derecho Canónico de 1917, en el canon 1325 §2, es claro al respecto: «El sumo Pontífice goza de una autoridad absoluta y universal, tanto sobre la iglesia universal como sobre cada una de las Iglesias particulares». Esto implica que, para ser verdaderamente parte de la Iglesia, es necesario estar en comunión con el Papa. La obediencia al Papa no es una opción, sino una condición esencial para la unidad de la Iglesia. Quien se separa de esta autoridad rompe la comunión, aunque conserve la fe en las doctrinas católicas.
El Código de Derecho Canónico actual (1983) mantiene el mismo principio, estableciendo que el Papa, como sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento de la unidad de la Iglesia (c. 331). El Papa tiene la autoridad de enseñar, gobernar y santificar en nombre de Cristo, y, por tanto, es el garante de la unidad doctrinal y pastoral de la Iglesia.
Este principio es esencial no solo para los católicos en general, sino también para aquellos sectores tradicionalistas que, aunque mantienen la liturgia y la doctrina de la Iglesia, han rechazado la obediencia al Papa. A pesar de que algunos afirmen conservar la tradición y la ortodoxia doctrinal, al separarse de la autoridad papal, pierden la comunión plena con la Iglesia.
Jesús y el rechazo del clericalismo
En el Evangelio, Jesús también enfrenta el problema del clericalismo y del abuso de poder por parte de ciertos líderes religiosos. En Marcos 9,38-40, encontramos un pasaje revelador en el que los discípulos, viendo a alguien fuera de su grupo haciendo milagros en el nombre de Jesús, le piden que lo detenga: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido porque no nos sigue». Jesús responde: «No se lo impidáis, porque no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y luego pueda hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está con nosotros».
Este pasaje refleja una crítica clara a la mentalidad clericalista que intenta limitar la acción de Dios solo a un grupo selecto. Jesús está indicando que la acción divina no se limita a quienes pertenecen a una estructura cerrada o autoritaria. Si alguien obra en su nombre, y está haciendo el bien, debe ser reconocido, independientemente de su vínculo con el grupo institucional. Este mensaje es una crítica a quienes desean centralizar el poder y la gracia en un círculo exclusivo. La misión de Cristo es universal y, por tanto, no debe ser restringida por las barreras humanas de jerarquía o institucionalismo.
Sin embargo, es crucial entender que, a pesar de esta universalidad de la misión de Cristo, quienes pretenden estar unidos a Él y seguirle no pueden prescindir de los medios que Él mismo ha establecido: la Iglesia, los sacramentos y la obediencia a la autoridad legítima. Los grupos no católicos que se reclaman cristocéntricos pero rechazan la Iglesia, sus sacramentos y la obediencia al Papa, no pueden afirmar que están verdaderamente unidos a Cristo. Jesús fundó una Iglesia visible, con estructuras y autoridades, y su unión con Cristo pasa por esta Iglesia. La fe en Cristo y la aceptación de los medios establecidos por Él son inseparables.
La Iglesia, Cuerpo de Cristo
Volviendo a la cuestión de la unidad con la Iglesia, debemos recordar que Cristo la ha constituido como su Cuerpo. Como dice San Pablo: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros de él, cada uno por su parte» (1 Cor 12,27). Ser parte del Cuerpo de Cristo es vivir en comunión con los demás miembros de la Iglesia, bajo la guía del Papa y los obispos en sucesión apostólica. Quien rechaza esta comunión, aunque conserve una fe personal en Cristo, se aleja del plan que Dios ha trazado para la salvación de la humanidad.
Así, la unión con Cristo pasa necesariamente por la unión con su Iglesia. No se puede estar con Cristo, si se rechaza su Cuerpo, que es la Iglesia. La obediencia al Papa no es una cuestión de política eclesiástica, sino una manifestación de la obediencia a Cristo mismo, quien ha establecido la Iglesia como el lugar de la salvación.
Conclusión
Es urgente que, en un tiempo de muchas voces discordantes, recordemos lo que nos une: la fe, los sacramentos y la obediencia a los legítimos pastores. Cristo nos invita a seguirle de una manera concreta, en unidad con su Iglesia, bajo la guía de su Vicario en la tierra. Quien no recoge con Él, desparrama. Y quien se aleja de la Iglesia, se aleja también de Cristo.
Porque el que no recoge con Él… desparrama.