El Misterio de la Salvación en La Historia

El Misterio de la Salvación en La Historia

Desde Adán hasta Cristo

Una ley inscrita en el corazón humano

Desde los primeros capítulos del Génesis, la Biblia nos muestra cómo Dios había inscrito en el corazón del hombre una ley moral que precede a cualquier revelación escrita. A través de Adán y Noé, esta ley se transmitió a las generaciones siguientes, constituyendo una tradición primordial que contenía elementos esenciales de la verdad revelada.

Por ejemplo, el sacrificio ofrecido por Abel (Gén 4), el descanso del séptimo día (Gén 2:2-3), y la bendición de pan y vino realizada por Melquisedec (Gén 14:18) son signos visibles de una espiritualidad anterior a Moisés, que conecta directamente con la relación originaria del hombre con Dios.

La corrupción del pecado y la necesidad de una ley explícita

Sin embargo, como consecuencia del pecado, esta tradición universal se fue corrompiendo. La idolatría, el culto a falsos dioses, la injusticia y la violencia fueron deformando esta ley natural, motivo por el cual Dios decide intervenir de manera directa a través de Moisés. Así, la Ley de Moisés no suprime la ley natural, sino que la hace explícita, clara y ordenada, preservándola de la contaminación del error humano y de la obra del demonio (cf. Éx 19-20).

Las naciones gentiles: intuiciones y sombras de la verdad

A pesar de la corrupción generalizada, Dios nunca se dejó sin testimonio entre las naciones (cf. Hch 14:17). San Pablo, en su discurso en el Areópago (Hch 17:22-31), menciona cómo los griegos rendían culto al “Dios desconocido”, una expresión de su búsqueda sincera de lo divino.

Filosóficamente, ideas como las de Platón acerca del “mundo de las ideas” y los arquetipos parecen anticipar verdades que la Revelación explicitará más tarde. Incluso algunos oráculos paganos, como el de la sibila de Cumas en la época de Augusto, anunciaron de modo misterioso la venida de un niño divino. También, en otras culturas, como la incaica, figuras como el emperador Pachacútec llegaron a intuir la existencia de un Dios por encima del sol, al que llamaron Wiracocha.

Estas intuiciones son reflejo de la semilla del Verbo (semina Verbi), de la que hablaban los Padres de la Iglesia, especialmente San Justino Mártir y San Agustín.

¿Podían salvarse los pueblos gentiles?

La pregunta es profunda y legítima. San Pablo da una respuesta clave en Romanos 2:12-16, donde afirma que los gentiles que no tienen la Ley, pero por naturaleza hacen lo que ella manda, pueden ser considerados justos ante Dios. Así, quienes seguían la ley natural y vivían de acuerdo con la recta conciencia, podían acceder a la misericordia divina.

“Porque no son justos ante Dios los que oyen la ley, sino que serán justificados los que la cumplen.” (Rom 2:13)

Muchos estudiosos señalan que en cierto modo los pueblos gentiles seguían los principios de las llamadas leyes noájidas, es decir, mandamientos universales dados a Noé para la humanidad (Gén 9), que incluyen la prohibición de la idolatría, el asesinato, el robo y el adulterio, entre otros.

Cristo, el punto de encuentro de todas las tradiciones

Con la venida de Cristo, todo lo que había sido sembrado en las culturas se cumple. Como dice Hebreos 8:5, Moisés fue instruido para construir el templo “según el modelo” que se le mostró, un reflejo del modelo eterno. Esto se relaciona profundamente con las ideas platónicas de los arquetipos y el mundo perfecto, lo cual encuentra su verdadero cumplimiento en la persona de Cristo.

Jesús mismo lo anuncia cuando dice:

“También tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también debo traer, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor.”
( Juan 10:16)

Estas “otras ovejas” representan a los gentiles: los descendientes de los hijos de Noé, de todas las culturas y pueblos. Es en la Iglesia, fundada por Cristo, donde se da la unidad definitiva entre los descendientes de Adán, Noé e Israel.

La Iglesia: el nuevo Pueblo de Dios

El apóstol Pablo desarrolla esta visión en Efesios 2:14-16, al afirmar que Cristo derribó la barrera que separaba a judíos y gentiles. La Iglesia es, entonces, el nuevo Israel, no por sangre, sino por la fe, y en ella se reúnen todos los que han sido llamados a la salvación:

“No hay judío ni griego… porque todos sois uno en Cristo Jesús.”
( Gálatas 3:28)

El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium, afirma que la Iglesia es el sacramento universal de salvación y que todos los hombres están llamados a ella. Los Padres de la Iglesia como San Ireneo y San Agustín vieron en este llamado una restauración de lo que el pecado había dividido, una unidad original que Cristo viene a recapitular (cf. Ef 1:10).

Conclusión

La historia de la salvación no se limita a un solo pueblo. Dios ha hablado a todas las naciones, de múltiples formas, y ha preparado los corazones para recibir el Evangelio. Las tradiciones más antiguas, aunque deformadas por el pecado, conservan vestigios de la verdad divina.

Es en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, donde se revela plenamente la voluntad de Dios para todos los hombres, y es en su Iglesia donde se da la unidad final del género humano.

Como creyentes, estamos llamados a reconocer esa acción divina universal, sin caer en el sincretismo, pero sí valorando la obra del Espíritu que ha guiado la historia hacia su plenitud en Jesucristo.