Dios Se Acerca A Nosotros
La Encarnación de Cristo es el gran misterio del amor divino que nos revela San Juan en su primera carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca del Verbo de la vida…» (1 Jn 1,1). Dios no se quedó en una verdad lejana o abstracta, sino que vino a nosotros, se hizo accesible, cercano, real.
En Deus Caritas Est, Benedicto XVI nos recuerda que el amor cristiano no es solo una idea, sino un acontecimiento:
«En la cruz, Dios se nos muestra en su forma más radical».
Es en la humanidad de Cristo donde encontramos el amor divino hecho carne, un amor que salva, que abraza nuestra historia y que nos eleva.
No podemos reducir la fe a una mera doctrina o a un sentimiento. El cristianismo es el encuentro con una Persona viva, con Cristo mismo, que sigue actuando hoy en su Iglesia y en cada uno de nosotros.
Como nos recuerda Dei Verbum:
«Esta economía de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y corroboran la doctrina y las cosas significadas con palabras, y las palabras proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (DV 2).
Cristo nos dejó sus palabras, sus acciones y sus instituciones para guiarnos a la verdad plena.
Tampoco podemos reducir la fe solamente a la Escritura, como si fuera la única fuente de revelación. Sin embargo, esto es un despropósito, pues el mismo anuncio apostólico (kerigma) existió antes de la redacción del Nuevo Testamento. Dios se revela en la vida de la Iglesia, en la Tradición y, de manera especial, en la liturgia. No podemos limitarnos a lo escrito, pues, como dice San Pablo: «La letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). La liturgia, los actos, las obras y el testimonio son también expresión de la Palabra viva de Dios que sigue actuando en su Iglesia.
Este conjunto de la revelación divina constituye el Depósito de la Fe, que no cambia y ha sido entregado una vez y para siempre a los santos, como lo expresa San Judas: «Amados, poniendo todo empeño en escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha parecido necesario escribiros para exhortaros a luchar ardientemente por la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Jds 3). Este depósito sagrado incluye la Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, los cuales garantizan la transmisión fiel de la verdad revelada.
Para acoger y profundizar en esta revelación, la Iglesia nos recomienda la Lectio Divina, un camino de oración que nos ayuda a contemplar y encarnar la Palabra de Dios en nuestras vidas. A través de la lectura, la meditación, la oración y la contemplación, nos abrimos a la acción del Espíritu Santo, permitiendo que la Palabra transforme nuestro corazón y nos lleve a una comunión más profunda con Cristo. Como dice San Pablo:
«Nosotros todos, a cara descubierta, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y nos vamos transformando en su misma imagen, con resplandor creciente, por la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Co 3,18).
Este proceso de transformación tiene un lugar privilegiado en la adoración eucarística, donde nos unimos a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. La contemplación ante el Santísimo nos permite sumergirnos en el misterio del amor de Dios, que se hace cercano y se entrega por nosotros, siendo así transformados a su imagen.
Profundicemos en este misterio, dejemos que la verdad de la Encarnación transforme nuestra visión de Dios y de nosotros mismos. Cristo no vino solo a enseñarnos algo, sino a darnos su propia vida. Contemplar a Dios en su Palabra y en la Eucaristía es hacer presente su Encarnación en nuestra existencia diaria, permitiendo que Él habite en nosotros y nos haga partícipes de su divinidad.
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