Durante la Cuaresma, al rezar la Liturgia de las Horas, una antífona resuena con fuerza especial en el corazón del creyente: “Cristo, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió, venid, adorémosle.” Esta sencilla expresión encierra el misterio central de nuestra fe: la vida de Cristo fue una continua entrega, una pasión que comenzó con la Encarnación y culminó en la cruz, no como un accidente, sino como su misión redentora.
Pero ¿qué ocurre cuando esta visión es reemplazada por una expectativa de gloria terrena, de prosperidad, de éxito humano? ¿No es esto lo mismo que ocurrió con muchos judíos en tiempos de Jesús? ¿Y no lo repiten hoy algunas comunidades cristianas que predican un evangelio sin cruz?
Cristo: tentado por nosotros, entregado por amor
El Evangelio de Mateo (4,1-11) abre la Cuaresma con el relato de las tentaciones en el desierto. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, entra en combate con el tentador. No lo hace por Él, sino por nosotros. Cada renuncia que hace al poder, al prestigio, al tener, restaura lo que Adán y nosotros perdimos por orgullo y desobediencia.
“La victoria de Jesús sobre el tentador en el desierto anticipa la victoria de la Pasión, obediencia suprema de su amor filial al Padre.” — Catecismo de la Iglesia Católica, 539**
Así, desde el principio, Cristo asume nuestra lucha, y al vencer, nos comunica su fuerza y su gracia para vencer también. Cada instante de su vida fue redentor. No vino a enseñarnos simplemente una moral o un ejemplo; vino a hacerse uno con nosotros para llevarnos a Dios.
La cruz: rechazada por muchos, abrazada por los santos
Muchos judíos del siglo I esperaban un Mesías glorioso, político, que liberara a Israel del yugo romano. Pero Jesús no respondió a esas expectativas. No montó un ejército, no tomó el poder. Entró en Jerusalén en un borrico, no en un carro de guerra. Por eso lo rechazaron. Fue un “Mesías escandaloso”.
«Pero el verdadero Mesías no vino a destronar a los romanos ni a instaurar un reino de poder humano, sino a cargar sobre sí nuestras culpas, abrirnos las puertas del cielo por medio del sufrimiento redentor y enseñarnos a caminar con Él por el sendero angosto que lleva a la vida (cf. Mt 7,13-14).»
Este rechazo de la cruz no es exclusivo del pasado. Hoy también existen visiones deformadas del cristianismo que pretenden desligar la fe del sacrificio. El llamado “evangelio de la prosperidad” es una de las manifestaciones modernas de esta desviación. Estas corrientes promueven una teología del éxito, de la abundancia, del bienestar inmediato. Hablan de un Cristo que viene a dar riqueza, salud, poder, influencia. Pero ¿dónde queda la cruz? ¿Dónde queda la entrega, la penitencia, el sufrimiento redentor?
El “evangelio de la prosperidad”
“Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo, como ya os lo decía muchas veces, y ahora lo repito llorando: su fin es la perdición, su dios es el vientre, y su gloria está en su vergüenza; sólo piensan en las cosas de la tierra.” Filipenses 3,18-1
Este pasaje de San Pablo denuncia con fuerza a quienes rechazan la cruz como camino cristiano. La expresión “enemigos de la cruz de Cristo” no se refiere solamente a los que persiguen a la Iglesia desde fuera, sino también a quienes, desde dentro, deforman el mensaje del Evangelio para evitar el sufrimiento, la renuncia o la mortificación.
San Pablo los describe así:
- “Su dios es el vientre”: es decir, buscan la satisfacción de los apetitos y deseos personales, poniendo el bienestar físico por encima de lo espiritual.
- “Su gloria está en su vergüenza”: invierten los valores, se glorían en lo que debería darles vergüenza.
- “Piensan solo en las cosas de la tierra”: tienen una mentalidad materialista, centrada en el éxito temporal.
Esto encaja exactamente con la crítica al llamado “evangelio de la prosperidad”, que:
- Presenta a Dios como un medio para alcanzar riqueza, salud, éxito y bienestar terreno.
- Reduce la fe a una fórmula de poder personal, perdiendo de vista el camino del seguimiento de Cristo crucificado.
Olvida que la cruz es esencial al discipulado, como dice Jesús: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.” (Mateo 10,38)
San Pablo no solo prevé sino llora este desvío doctrinal: el cristianismo sin cruz. Hoy, quienes promueven un mensaje sin renuncia, sin penitencia, sin entrega, están en la misma lógica que aquellos a los que Pablo llama con dolor “enemigos de la cruz de Cristo”.
“Por su pasión, Cristo dio al sufrimiento un nuevo sentido, convirtiéndolo en medio de salvación.” — Gaudium et Spes, 37
“Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles.” — 1 Corintios 1,23
Pero para los que creen, la cruz es sabiduría y poder de Dios.
Una vida ofrecida, un sufrimiento redentor
El sufrimiento no es buscado por sí mismo, pero en Cristo adquiere un sentido. No se trata de resignación pasiva, sino de unirse activamente a la pasión de Cristo, haciendo de nuestras cruces un altar de amor. Y esto tiene un alcance que trasciende nuestra salvación personal: podemos ofrecer nuestros sufrimientos por otros.
“Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia.” — Colosenses 1,24
Santa Teresita del Niño Jesús lo entendía bien:
“Sufrir por amor es alegría, y el sufrimiento sin amor es solo un martirio estéril.”
El verdadero Reino: no de este mundo
Jesús mismo lo dijo ante Pilato:
“Mi Reino no es de este mundo.” — Juan 18,36
No vino a instaurar un paraíso en la tierra, sino a abrirnos las puertas del cielo, y a transformar la historia desde dentro con el amor crucificado.
Quien espera que la fe le garantice solo prosperidad, salud y éxito en esta vida, ha hecho de Dios un ídolo útil, no al Dios vivo. Es el mismo error que cometieron los que gritaban “¡Hosanna!” el domingo de Ramos y “¡Crucifícale!” el viernes santo.
Conclusión: abrazar la cruz con Cristo
En esta Cuaresma, y cada día, estamos llamados a contemplar a Cristo tentado, crucificado y glorificado. A no huir de la cruz, sino a verla como el lugar donde el amor se manifiesta más puro y fecundo. A no caer en las falsas promesas de un cristianismo sin cruz.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga.” — Lucas 9,23
Que el Señor nos conceda abrazar nuestra cruz como Él abrazó la suya, y en ella, encontrar la verdadera victoria, la que no pasa, la que lleva a la resurrección.
El que tenga oídos, que oiga…