El logos Que Se Transmite

El logos Que Se Transmite

Primeros pasos en el estudio del griego bíblico: el Logos que se transmite

En mi formación teológica, he iniciado recientemente el estudio del griego koiné, el idioma original del Nuevo Testamento. Este acercamiento al griego no es sólo un ejercicio lingüístico, sino también espiritual, pues cada palabra, cada caso gramatical, cada estructura revela algo más profundo de la revelación cristiana.

En estos primeros ejercicios, me he centrado en frases breves, como las de Juan 17,20, que dice:

«No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos»
(διὰ τοῦ λόγου αῖτῶν)

Este pasaje, aunque breve, me llevó a una reflexión teológica muy profunda. En el texto griego, no se habla de «libros» ni «escritos». Lo que se menciona es el logos de los apóstoles, su palabra viva, su proclamación oral. Aquellos que creerán en Jesús lo harán porque escuchan lo que los apóstoles dicen. Se trata, entonces, de una transmisión oral, viva, que precede al texto escrito y que no se limita al mismo.

Este descubrimiento me llevó a considerar una verdad más amplia: el Nuevo Testamento no contiene la totalidad de la revelación cristiana, sino que es fruto de una transmisión viva, de la experiencia de los apóstoles con el Resucitado, de sus enseñanzas, de su testimonio. Las cartas del Nuevo Testamento, por ejemplo, responden a situaciones concretas de comunidades particulares. No son tratados sistemáticos, sino intervenciones pastorales, llenas de fe y de inspiración, pero no exentas de contexto.

La misma Escritura nos lo dice:

  • Juan 20,30-31: «Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.»
  • Juan 21,25: «Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, que si se escribieran una por una, pienso que ni en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir.»
  • Lucas 1,1-4: «Puesto que muchos han emprendido la tarea de narrar los hechos que se han cumplido entre nosotros, tal como nos los transmitieron los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la palabra, he decidido también yo, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, escribírtelo ordenadamente…»
  • 2 Tesalonicenses 2,15: «Así que, hermanos, permaneced firmes y retened las tradiciones (griego: Ponerosis)que habéis aprendido, sea por palabra o por carta nuestra.»
  • Mateo 28,19-20: «Id y haced discípulos a todas las naciones… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.»

Es decir, la transmisión de la fe no fue en sus inicios un conjunto de documentos, sino una kērygma, una proclamación oral viva, que luego se fue escribiendo en diferentes contextos. La revelación no es una letra muerta, sino un testimonio vivo.

Además, hay una dimensión histórica importante que no se puede ignorar. En la época del Nuevo Testamento, los libros eran objetos caros y difíciles de producir. Estaban escritos en papiro o pergamino, copiados a mano por escribas, y solo unos pocos podían acceder a ellos. La mayoría de las personas no sabían leer, y entre quienes sabían, no todos comprendían lo que leían. Esto lo ilustra perfectamente el episodio de Felipe y el etíope en Hechos 8,26-40, donde el etíope, aunque leía el texto del profeta Isaías, no comprendía su significado hasta que Felipe se lo explicó.

Por eso, como dice San Pablo en Romanos 10,17: «La fe viene por el oír». Era por medio de la proclamación, de la predicación oral, que se transmitía la fe. La Iglesia primitiva dependía de testigos presenciales, catequistas y predicadores que llevaban el mensaje a todos los rincones. La Escritura fue poco a poco recopilando partes de esa tradición, pero no podía contenerla en su totalidad.

Dicho esto, es importante subrayar que en el Evangelio de Juan, el Logos no es un simple mensaje, ni un libro, sino una Persona: «En el principio era el Logos, y el Logos estaba con Dios, y el Logos era Dios» (Juan 1,1). El Logos se hizo carne, no se hizo libro. El Verbo se encarnó y habitó entre nosotros (Juan 1,14), y desde ahí, desde la vida, se transmite a través de testigos.

San Ireneo, en el siglo II, ya advertía sobre esta realidad en su obra Adversus haereses, cuando escribía:

«La tradición de los apóstoles, manifestada en todo el mundo, se puede ver en toda Iglesia por todos los que quieren ver la verdad.»

Y más adelante:

«Lo que los apóstoles enseñaron no lo sacaron de otros, sino que lo recibieron directamente de la Verdad misma, es decir, de Cristo.»

Por eso, al comenzar mis estudios de griego, no puedo evitar sentir que estoy tocando algo más que gramática: estoy accediendo a una voz viva, a una proclamación que ha pasado de corazón en corazón, de generación en generación, hasta llegar a mí.

Este primer ejercicio, entonces, no es solo una lección de lengua. Es una lección de fe. Y me recuerda que la Palabra no está encadenada a la escritura, sino que vive en la Iglesia, se proclama en la liturgia, y se encarna en los testigos que la viven.

Seguiré adelante con estos pequeños ejercicios, pero ya desde ahora, el Logos se me revela no como un objeto de estudio, sino como un encuentro personal que transforma. ¡Gracias, griego bíblico, por ayudarme a escuchar mejor esa voz eterna!