El Descenso De Cristo Al Infierno y Mi noche del alma

El Descenso De Cristo Al Infierno y Mi noche del alma

una meditación para el Sábado Santo

“Yo soy el hombre que ha visto la aflicción bajo el látigo de su furor.
Él me ha conducido y me ha hecho caminar en tinieblas, y no en luz.
Mi alma ha sido privada de la paz; ya no sé lo que es la felicidad.
Dije entonces: Pereció mi fuerza, y mi esperanza en el Señor.”
(Lamentaciones 3,1-2.17-18)

La tradición cristiana, expresada en el Credo de los Apóstoles, afirma que Jesús “descendió a los infiernos” antes de resucitar al tercer día. Este acto no es solo una declaración teológica, sino una realidad profunda y misteriosa que toca el corazón del dolor humano. No se trata del infierno de los condenados, sino de aquel lugar donde esperaban los justos del Antiguo Testamento, privados de la visión de Dios hasta la redención definitiva. Cristo no fue simplemente a “visitar” ese lugar. Fue a liberar.

Las almas que esperaban

En la carta a los Efesios, san Pablo dice:

“Subiendo a lo alto, llevó cautivos a muchos y dio dones a los hombres” (Ef 4,8).
“¿Qué significa eso de que ‘subió’, sino que también había descendido a las regiones inferiores de la tierra?” (Ef 4,9)

La Iglesia ha entendido esto como referencia al descenso de Jesús al sheol, al seno de Abraham. Allí, los patriarcas, los profetas, los justos, todos los que murieron esperando la promesa, fueron tocados por la luz de Cristo.

Este momento, invisible a los ojos del mundo, es parte del misterio del Sábado Santo: el día del gran silencio. Desde fuera, todo parece perdido. Jesús ha muerto, su cuerpo yace en el sepulcro, y la esperanza parece haber sido enterrada con Él. Pero, detrás del telón del mundo, se está obrando la mayor de las victorias. La Vida está irrumpiendo en el reino de la muerte.

Una experiencia personal: cuando mi alma descendió

Hace un tiempo, viví una experiencia que me permitió comprender este misterio de manera existencial. Después de salir de una comunidad no católica en la que estuve por años, me encontré en un desierto espiritual profundo. Hubo noches en las que literalmente clamaba al Señor de madrugada, buscando un consuelo, una respuesta, una luz. Y no hallaba nada. El silencio era total.

Recuerdo especialmente una etapa en que no tenía fuerzas ni para levantarme. No podía orar, no podía pensar en el futuro. Ni siquiera podía decidir si seguir viviendo o no. Era una postración total, física, emocional, espiritual. Sentía que mi pasado me envolvía por completo, que todo lo vivido me acusaba o me paralizaba. La desesperanza me ahogaba.

En ese momento, perdí toda expectativa sobre el futuro. Ya no esperaba nada. Solo me concentraba en el presente, en no hundirme más. Y aun así, lo único que quedaba en esa oscuridad densa era una chispa mínima de esperanza:
la creencia —no racional, sino instintiva, del alma— de que Él no me iba a dejar así.

Esa fue mi única luz. Esa fue mi fe más pequeña, la más honesta que he tenido en mi vida. No era fe de victoria, ni de fuerza, ni de consuelo. Era fe de alguien que no podía más, pero que creía que Dios bajaría por él. Como Cristo bajó por Adán.

El descenso al infierno es también nuestro consuelo

Por eso, cuando pienso en el descenso de Cristo a los infiernos, no lo entiendo solo como un acto del pasado. Lo veo como algo que se actualiza cada vez que una persona desciende al abismo de su alma y se siente olvidada por Dios. Jesús no evitó el sepulcro, no evitó el silencio, no evitó el abandono. Lo asumió para llenarlo con su presencia.

Y así como liberó a los justos del Antiguo Testamento, pienso también en las almas del purgatorio. Esas almas que no están perdidas, pero tampoco plenamente en la gloria. Que claman desde la purificación, desde el anhelo, desde un “todavía no”. Quizás, como dice san Juan Pablo II, el purgatorio es el encuentro con Cristo que purifica. Tal vez no sea solo un fuego, sino una espera amorosa de quien aún necesita ser tocado por la misericordia.

Y me pregunto: ¿no es esa también mi experiencia en esta vida? ¿No es cada noche oscura un “purgatorio”, un lugar donde mi alma, como en Lamentaciones, clama desde lo profundo? ¿Y no es Cristo el que baja una y otra vez, incluso en mi silencio, a rescatarme?

Sábado Santo: el día de la esperanza invisible

El Sábado Santo es el día de la esperanza que no se ve. Es el día del “entre”, del “todavía no”, del “esperamos en silencio”. Pero también es el día en que Dios actúa detrás del telón, en lo oculto. Es el día que nos enseña a no confundir el silencio de Dios con su ausencia.

Hoy, al meditar en la tumba de Cristo, quiero volver a ese momento en que no podía levantarme. Porque ahora sé que Él ya estaba allí. Y aunque no lo veía, ya estaba haciendo todo por mí.
Y si alguna vez vuelvo a sentirme así, recordaré este misterio:
Jesús descendió a los infiernos. Y no lo hizo para quedarse. Lo hizo para sacarnos de allí.