¿Desde cuándo existe la Iglesia?

¿Desde cuándo existe la Iglesia?

» Reflexiones desde una ponencia en una parroquia peruana»

«La caridad se goza con la verdad.» — 1 Corintios 13,6

Introducción

Hace casi una década, asistí a una charla ofrecida en la parroquia «X» regentada por el movimiento «Y», en la ciudad de Lima. El ponente era un peruano radicado en Estados Unidos, vinculado académicamente a la Universidad Loyola, una institución jesuita conocida por su tendencia liberal en teología y pastoral. Aquella noche se pronunció una afirmación que me marcó profundamente:

“Hasta el Concilio Vaticano II no había existido la Iglesia.”

La frase pasó sin comentario alguno. Nadie la cuestionó. Nadie pidió precisión. Me sorprendió el silencio de los asistentes: sacerdotes, religiosos y laicos. Fui el único en levantar la voz para señalar el error. Lo hice con respeto, pero con claridad. Sin embargo, desde entonces, he sido percibido como incómodo, incluso «falto de caridad».

Este ensayo no pretende ser una denuncia personal, sino una reflexión teológica necesaria. Porque detrás de esa afirmación —y del silencio que la siguió— se esconde una crisis profunda en la comprensión de la Iglesia y de la verdad doctrinal.

¿Nació la Iglesia en el Vaticano II?

Responder con precisión exige acudir a la Sagrada Escritura, al Magisterio y al sentido común teológico. La Iglesia no nace en el siglo XX. Fue fundada por Cristo:

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.” (Mateo 16,18)

Y se manifestó visiblemente en Pentecostés, con la efusión del Espíritu Santo:

“Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas.” (Hechos 2,4)

Desde entonces, la Iglesia ha vivido, predicado, definido, sufrido y perseverado por casi dos milenios.

El Concilio Vaticano II (1962–1965) fue un concilio pastoral, no dogmático. No fundó una nueva Iglesia, ni sustituyó a la anterior, sino que buscó:

“Intensificar la obra que la Iglesia ha venido realizando durante casi veinte siglos.”Lumen Gentium, n. 1

Por tanto, decir que “no había Iglesia” antes del Concilio equivale a negar la existencia de los mártires, los santos, los Padres, los concilios, los sacramentos, la Tradición y todo el Magisterio anterior. Es una ruptura doctrinal incompatible con la fe católica.

Una universidad, un síntoma

La Universidad Loyola, en Chicago, es una institución jesuita con prestigio académico, pero también con una orientación liberal en materias teológicas, éticas y sociales. Muchos de sus docentes y egresados promueven líneas de pensamiento que, aunque dialogantes, a menudo relativizan el valor normativo del Magisterio o de la moral católica tradicional.

Citarla no es un juicio contra sus personas, sino un ejemplo de cómo ciertas corrientes académicas, incluso dentro de instituciones eclesiales, han abrazado un modelo teológico subjetivista, influido más por la modernidad filosófica que por la fidelidad al depósito de la fe.

El silencio de los buenos

Lo más doloroso de esa charla no fue solo la frase del ponente, sino la pasividad de los asistentes. En un contexto donde muchos valoran la “unidad” por encima de la verdad, cualquier crítica es vista como “divisiva” o “poco caritativa”. Pero el apóstol Pablo dice con firmeza:

“Reprende, exhorta, corrige con toda paciencia y doctrina.” (2 Timoteo 4,2)

Callar ante el error no es neutralidad: es complicidad por omisión. Y eso también exige conversión.

No es caridad permitir que errores graves pasen sin ser corregidos. La verdadera caridad incluye la verdad. Como decía San Agustín:

“Errar es humano; perseverar en el error por orgullo, es diabólico.”

Conclusión: recuperar la teología católica

La Iglesia necesita hoy una teología sólida, fiel y humilde. Una teología que no caiga en el dogmatismo autorreferencial, pero que tampoco se disuelva en el relativismo sentimental. Necesitamos reaprender a pensar con la Iglesia, es decir, con su Tradición viva y con la autoridad del Magisterio.

A veces eso significará decir lo que nadie se atreve. No por soberbia, sino por amor a la Verdad, que es Cristo:

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Juan 14,6)

Y si eso nos deja en la “congeladora” de algunos ambientes, que así sea. Mejor estar marginados por fidelidad que aplaudidos por tibieza.

Posdata personal

Este testimonio lo comparto no para hablar de mí, sino para alentar a quienes han vivido situaciones similares. No estás solo. El Espíritu Santo guía a la Iglesia, y la verdad no pasa de moda. Hablar claro —sin herir, sin odiar— es posible. Y muchas veces, es lo más necesario.

“Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo.” (2 Timoteo 4,2)

Fidelidad no es rigidez. Y caridad no es cobardía.

Jorge L. Ayona Inglis
Estudiante laico de Teología Católica
Investigador independiente en filosofía y lógica argumentativa