la santidad como límite

Todas las cosas obran para bien, dice el libro de Romanos. A lo largo de mi vida he experimentado muchas cosas, incluso crisis que, en vez de destruirme, me han llevado a cerrar ciclos; a salir de lugares o a apartarme de personas que ya cumplieron su cometido en mi vida, o en cuyas vidas mi presencia ya cumplió lo propio, así como de lugares e instituciones a las que estuve asociado.

He comprendido que mi lugar ya no está en las estructuras parroquiales. Como católico, fui catequista, conferencista, colaborador en la comunidad. Incluso quise aspirar a títulos de Teología. Pero algo en mí se fue apagando: la falta de acogida, la incomprensión, el cansancio. No me aparté de la fe, solo descubrí que mi camino era otro.

En la etapa del pastorado, como evangélico, los roles y títulos eran necesarios: daban forma, legitimidad y visibilidad a mi servicio. Sin ellos, el ministerio no podía existir tal como lo conocía. Pero hoy no los necesito. Mi servicio es interior, libre, silencioso y más trascendental que nunca. Ya no busco reconocimiento ni cargos; solo busco fidelidad a Dios y a la verdad.

Mi espiritualidad se ha vuelto silenciosa y laical. Vivo la fe en medio del mundo, como enseña el Concilio Vaticano II: con el pensamiento, el estudio, la palabra y la coherencia. Cada pensamiento, cada estudio, cada acto de amor y contemplación se convierte en ofrenda. Lo esencial es invisible a los ojos; lo invisible se ha vuelto el verdadero campo de mi pastoral.

La conversión religiosa no es un acto discreto, un simple «antes» y «después». Es un proceso continuo, una aproximación infinita hacia la luz. Entre el pecado y la gracia hay un espacio inmenso de crecimiento, conciencia y lucha interior. La fe auténtica no se mide en saltos súbitos, sino en gradaciones del alma: en cómo el corazón, poco a poco, se va orientando hacia lo eterno.

Mientras fui pastor, mi servicio era visible: la comunidad lo reconocía, los roles estaban claros, la acción se percibía. Ahora mi servicio es invisible, silencioso, íntimo. Cada sufrimiento, cada trabajo, cada estudio, cada acto cotidiano ofrecido a Dios se convierte en testimonio. La vida misma es el verdadero sermón.

En este tiempo, he comprendido con total claridad que atender a mi madre es un servicio directo a Cristo, como enseña el Evangelio. La Iglesia católica me ha enseñado que la voluntad de Dios se encuentra en el estado de vida. Para mí, no hay dudas: mi madre es mi prioridad, y en el cuidado cotidiano, en la familia y en el trabajo, encuentro y sirvo a Dios. Ya no se trata del «servir en la Iglesia» como lo imaginaba en mi etapa evangélica y aun en mis primeros años de catolicismo avanzado. Ahora el servicio verdadero está en la vida diaria, en lo concreto, en lo encarnado.

No es una renuncia a la Iglesia, sino una interiorización de mi pertenencia. Lo que antes se expresaba en roles —ministro, catequista, agente pastoral— ahora se traduce en coherencia, estudio, palabra, oración silenciosa y compromiso ético.

El Principito resume de manera precisa mi transición: «Lo esencial es invisible a los ojos». Antes mi servicio era visible, medido por roles y reconocimiento; ahora mi servicio es invisible, interior, íntimo, pero mucho más profundo y trascendental, porque no depende de estructuras humanas ni de aprobación, sino de la fidelidad al llamado de Dios en mi vida.

Y en el lenguaje de las matemáticas encuentro un modo de contemplar a Dios. Cada ecuación, cada simetría, cada límite, revela el orden sagrado que sostiene la realidad. Mi servicio ya no necesita altares de piedra; ahora habita en la coherencia, en la contemplación y en el actuar fiel en lo cotidiano. Así, la razón, la disciplina y la fe se entrelazan, y la vida se convierte en oración, en testimonio, en servicio invisible pero más profundo y trascendental que cualquier rol anterior.

La santidad, en esta vida, es como el concepto matemático del límite. Nos aproximamos sin alcanzarlo, y en esa aproximación reside toda la riqueza de la existencia espiritual. Cada pensamiento, cada acto, cada sacrificio nos acerca más a la plenitud, aunque el punto absoluto permanezca fuera de nuestro alcance. Como en cálculo, cada instante cuenta; cada mínima corrección del alma nos hace avanzar. La perfección completa pertenece solo a Dios, pero nuestra fidelidad en el camino convierte nuestra vida en oración y testimonio. Así, lo finito se encuentra con lo infinito, y lo invisible se vuelve esencial.

Aprendí a no poner límites a la voluntad de Dios; a no limitarme a mis maneras de ver la vida y el futuro. Él me sorprende, en las pequeñas cosas y también en las grandes, en lo cotidiano y en los grandes cambios y transiciones. Mi respuesta a Él es la misma que su Madre le dio: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra«. Nunca antes había entendido el pasaje del evangelio de Juan: «Cuando eras joven, ibas donde querías, mas cuando seas viejo otro te ceñirá y te llevará donde no quieras«. Esta es para mí la época de la confianza, la época del abandono, puesto que si Él está en la barca, y yo con Él, llegaré a puerto seguro.


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