¿Debemos temer a las profecías? Una mirada serena desde la fe católica

¿Debemos temer a las profecías? Una mirada serena desde la fe católica

En los últimos tiempos, especialmente con la muerte de un Papa, surgen inquietudes que se manifiestan de muchas formas. Desde Pablo VI en adelante, he sido testigo de cómo cada vez que se produce este acontecimiento, no faltan quienes vuelven a poner sobre la mesa las profecías atribuidas a san Malaquías. Esto, naturalmente, puede generar confusión y turbación en algunos fieles.

Es comprensible. Vivimos en un mundo con un flujo constante de información, y no siempre es fácil discernir qué proviene de Dios, qué es fruto de la imaginación o incluso de la confusión. Por eso escribo estas líneas, con ánimo pastoral, para ofrecer una reflexión serena, basada en el Catecismo de la Iglesia Católica y en la Sagrada Escritura.


Revelación pública y revelaciones privadas

El Catecismo de la Iglesia Católica es muy claro al respecto. En el número 66 dice:

«La economía cristiana, por ser la Alianza nueva y definitiva, nunca pasará; y no hay que esperar ninguna nueva revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, aunque la Revelación está acabada, no está completamente explicitada; corresponde a la fe cristiana captar gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos» (CIC 66).

Y en el número 67 añade:

«A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. No pertenecen, sin embargo, al depósito de la fe. Su papel no es «el de completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino el de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentido de los fieles sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye un llamado auténtico de Cristo o de sus santos a la Iglesia.»

Este punto es clave: las revelaciones privadas no añaden nada nuevo a la fe. Cristo nos ha dicho todo. Todo lo que nos era necesario para la salvación ya ha sido revelado. Lo demás, si es auténtico, solo puede ayudarnos a vivir más intensamente lo ya revelado.


Las cosas secretas son de Dios

En esta línea, puede ser útil recordar una advertencia clara de la Sagrada Escritura, tomada del libro del Deuteronomio:

«Las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios; las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley» (Dt 29,29).

No estamos llamados a descubrir ni a inquietarnos por los secretos de Dios que no ha querido revelar. Lo importante es vivir fielmente lo que sí nos ha sido dado: el Evangelio de Jesucristo.


Profecías, señales y temores infundados

San Pablo, en su carta a los Tesalonicenses, exhorta con fuerza a no dejarnos turbar por rumores, profecías o mensajes que digan que el fin está cerca:

«Que nadie os engañe de ninguna manera. Porque antes ha de venir la apostasía y manifestarse el hombre de iniquidad, el hijo de perdición… No os dejéis alarmar ni turbar fácilmente, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta supuestamente nuestra, como si el día del Señor estuviera encima» (2 Tes 2,1-3).

Esto es muy importante. A lo largo de los siglos, muchos se han dejado llevar por el miedo. Pero la fe cristiana no se construye sobre el miedo, sino sobre la confianza.

La revelación privada, cuando es auténtica, se nos da para poder vivir el Evangelio con mayor fervor en determinadas circunstancias. Cuando las cosas sucedan —si han de suceder— será una de tantas luces que Dios, en su providencia, nos habrá ofrecido. Pero nunca debe ser motivo de confusión o de miedo.

En todo caso, como dice san Pablo, no se turbe nuestro corazón. El Señor mismo nos dijo:

«No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1).


Discernir con sabiduría y fe

Esto no quiere decir que todo lo que se presenta como profecía sea falso. Hay profecías verdaderas, reconocidas por la Iglesia. Pero incluso en esos casos, la actitud del creyente no es la de morbosidad o ansiedad, sino la de discernimiento sereno y confianza plena en Dios. Nada escapa a su Providencia.

La historia de la Iglesia está llena de santos que recibieron revelaciones privadas. Sin embargo, todos ellos fueron profundamente obedientes a la Iglesia y nunca se apartaron del Evangelio. Jamás hicieron depender su fe de esas revelaciones. Lo central siempre fue Cristo y su Evangelio.

En este sentido, conviene recordar también lo que el Señor dice en el Evangelio según san Mateo:

«Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino solo el Padre» (Mt 24,36).

Y por tanto, como nos recuerda san Pedro:

«Esperad y apresurad la venida del día de Dios… por eso, queridos, mientras esperáis estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por Él en paz, sin mancha e irreprensibles» (2 Pe 3,12-14).


Conclusión: vivir con paz, sin temor

No debemos permitir que nuestro corazón se turbe por profecías que no han sido reconocidas por la Iglesia o que circulan con una carga de miedo y ansiedad. El amor perfecto echa fuera el temor (cf. 1 Jn 4,18).

Lo que se nos ha revelado —el Evangelio de Cristo— es más que suficiente para llevarnos a la plenitud de la vida.

Por eso, cuando surjan voces alarmistas, profecías que prometen inminentes catástrofes o nuevas interpretaciones ocultas de la historia, volvamos a lo esencial. Volvamos a Cristo, a su Evangelio, a los sacramentos, a la oración, al amor al prójimo.

Como nos dijo el Señor:

«No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Jn 14,27).