Durante mucho tiempo me sentí incómodo con mi forma de orar. Según me habían enseñado, para que la oración fuera eficaz debía ser específica: había que pedirle a Dios con detalle, describiendo con precisión lo que se deseaba. En otros círculos espirituales, también escuché que la oración debía “decretar”, citando incluso pasajes como Marcos 11: “decirle al monte que se eche al mar”. Con el tiempo, interioricé que la oración “significativa” tenía que hacerse de esa manera.

Sin embargo, cuando observo a Jesús en Getsemaní, frente a la inminencia del sacrificio que debía ofrecer, no encuentro ninguno de estos elementos. Él no pronuncia una lista detallada de peticiones, ni decreta que las cosas sucedan según su voluntad. Y es que hay momentos en los que el alma está tan turbada que resulta imposible ser específica.

En mi caso, muchas veces tengo delante un gran desafío que sé que debo asumir, pero desconozco sus detalles. Surge entonces la pregunta: ¿será que una oración menos específica no será contestada? ¿Debo decretar que se cumpla lo que yo quiero, aun sin saber si eso es lo que Dios quiere? El patrón de vida de Jesús no parece responder afirmativamente. Los profetas mismos nos recuerdan que “nuestros caminos no son los caminos de Dios” (Isaías 55,8). ¿Hay algo equivocado en lo que me enseñaron?

El Espíritu ora por nosotros con gemidos indecibles

Aquí encuentro un consuelo profundo en Romanos 8:26:

“De igual modo, el Espíritu también acude en ayuda de nuestra debilidad; pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras.”

Esto me lleva a entender que orar, a veces, no es formular peticiones concretas, sino simplemente ponernos en la presencia de Dios, dejando que el Espíritu Santo sea quien exprese lo que nosotros no sabemos decir. En ese espacio, la oración se convierte en un misterio divino, un diálogo al que uno se conecta sin necesidad de guiones prefabricados.

Jesús no decretó en Getsemaní

Muchos sostienen que no se deben repetir las mismas palabras en la oración, pero Jesús mismo, en Getsemaní, dijo tres veces:

“Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres.” (Mateo 26:39, 42, 44)

Él repitió, no decretó, y no fue específico en todos los detalles. ¿Quién puede pensar que tiene más autoridad o poder que Jesús? Si Él oró así, ¿por qué nosotros hemos de sentirnos obligados a estructurar cada petición como si estuviéramos firmando un contrato con el cielo?

El milagro no siempre es lo extraordinario

Alguien podría decir que Jesús dio órdenes, y que santos como San Antonio de Padua incluso hablaron a los peces. Es cierto, pero son episodios puntuales en la vida de oración. Muchas veces, lo verdaderamente milagroso no está en esos momentos extraordinarios, sino en cómo, en la oración, nos vamos transformando en Él.

Como decía San Pablo:

“Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y así vamos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, según el Espíritu del Señor.” (2 Corintios 3:18)

Cuando no tienes palabras

Quisiera que estas líneas sirvan a quien, en algún momento, no tiene palabras para orar; a quien no logra estructurar lo que quiere decir; a quien sólo puede pronunciar una palabra o incluso una queja delante de Dios.

Lo más importante en la oración es que Él te oye, y que a través de ella te transforma.

Tal vez, antes de afirmar con insistencia lo que uno quiere, convendría simplemente contemplarlo, y dejar que sea Él quien ponga sus deseos en nuestro corazón. Así, conociendo lo que Dios quiere, podremos pedir con mayor claridad.

Dios hace más de lo que pedimos

Reflexionemos en estos versículos:

  • 1 Corintios 12:3: “Nadie puede decir: ‘¡Jesús es el Señor!’ sino por el Espíritu Santo.”
  • Efesios 3:20: “Dios es capaz de hacer infinitamente más de lo que pedimos o imaginamos, según el poder que obra en nosotros.”
  • Romanos 8:26: “No sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.”
  • Isaías 55:8: “Mis pensamientos no son sus pensamientos, ni sus caminos mis caminos, dice el Señor.”

Si todo esto es cierto, ¿no se derrumba entonces la idea de que siempre debemos ser específicos en nuestras oraciones y “decretar” lo que queremos?

Una aclaración necesaria

No estoy en contra de la oración litúrgica, pública o estructurada. Al contrario, valoro profundamente la riqueza de la oración comunitaria, los salmos, las letanías, las oraciones tradicionales y la liturgia que ha acompañado a la fe a lo largo de los siglos.

Lo que quiero destacar es que nuestra oración privada —ese encuentro íntimo con el Padre— puede ir más allá de las fórmulas, más allá de las palabras, más allá incluso de lo que entendemos.

Y aquí está el corazón de todo:
Es el mismo Espíritu Santo quien pone el fuego y la devoción tanto en la oración litúrgica como en la oración silenciosa, inefable, del corazón roto.

No se trata de oponer una forma a otra, sino de reconocer que el Espíritu ora en nosotros de muchas maneras, y que Dios escucha no solo nuestras palabras, sino nuestros gemidos, nuestros silencios, nuestras lágrimas.

La oración como encuentro, no como fórmula

Por eso, no juzgo a quienes oran de otro modo. Cada persona tiene un camino único con Dios. Pero para mí, la oración no es una fórmula ni una receta. En mi experiencia, es un vínculo tan íntimo que no puedo permitir que nadie me diga exactamente cómo debe ser.

La oración es un encuentro con Dios mismo, y a Él —y sólo a Él— es a quien dirijo mis palabras, mis silencios y mis anhelos.

¿Y tú?

¿Alguna vez te has sentido sin palabras delante de Dios?
¿Has experimentado que, incluso en el silencio, Él te escucha?

Te invito a compartir en los comentarios, si quieres, un momento en el que simplemente estuviste presente ante Él, sin recetas, sin exigencias… y aun así, algo cambió.

Que el Espíritu siga orando en nosotros, más allá de todo lo que podemos decir.

Amén.

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