Hace unos días, intenté resolver un problema con una billetera digital que utilizo a diario. Me bloquearon la tarjeta por un cargo automático que no autoricé, y desde entonces comenzaron los obstáculos. Mensajes de confirmación que no llegaban a tiempo, sistemas que te obligan a repetir procesos sin sentido, atención al cliente que no da respuestas claras. Una señorita del servicio de atención fue muy amable y se esforzó en ayudarme, pero ni siquiera ella pudo ofrecerme una solución efectiva. Y, al final, descubrí que la solución estaba dentro de la misma aplicación: una ruta que encontré por cuenta propia, con paciencia y lucidez, después de días de frustración.
Ese episodio me dejó pensando. Si a mí, que fui programador y aún conservo ese modo lógico de enfrentar los problemas, me costó tanto resolverlo… ¿qué ocurre con quienes no tienen esa formación o esa persistencia? ¿Con aquellos de mi generación que son descartados por el solo hecho de tomarse su tiempo?
No es un problema técnico. Es un síntoma cultural. Estamos construyendo una sociedad que venera la rapidez, pero no valora la comprensión; que premia la juventud como sinónimo de eficiencia, y margina la experiencia como si fuera obsoleta.
Ayer, en la universidad, viví algo similar. Me organizaron tareas como si yo no pudiera decidir por mí mismo, pretendiendo que ocupe responsabilidades y haga tareas para las cuales no tengo el tiempo disponible, por motivos de salud. No entendían que mi intención no era evadir responsabilidades, sino hacerme cargo de ellas con conciencia. Me escucharon recién cuando expliqué lo que una psicóloga me enseñó: en situaciones de estrés, el cerebro libera cortisol, que bloquea temporalmente el razonamiento. No es que uno no sepa; es que el cuerpo necesita calma para pensar.
¿Lo más resaltante? Era la idea que tenían del sufrimiento y de pasar tribulaciones, atribuyendo falta de fe, falta de humildad, falta de entrega. Es decir, un contexto totalmente manipulador. Afortunadamente, tengo la experiencia para reconocer personas y situaciones en los cuales se presenta esta tendencia.
Tengo 63 años. Me estoy formando en letras y humanidades después de una vida dedicada a otras áreas. No quiero que me faciliten las cosas, quiero que me traten como alguien capaz de aprender, de crecer, de aportar. No quiero que me resuelvan la vida, quiero que me dejen vivirla.
Esta no es solo mi historia. Es la historia de muchos que han sido empujados al margen en nombre de la eficiencia o la modernidad. Es la historia de una cultura de la exclusión que relega a los mayores, que considera que la lentitud es incapacidad y que invisibiliza el valor de quienes tienen más camino recorrido. Pero también es una historia con esperanza.
Porque, a pesar de todo, yo creo que Dios está a cargo. Y me conmueve pensar que, en el Evangelio, fueron dos ancianos —Simeón y Ana— quienes reconocieron al Mesías cuando fue presentado en el Templo. No fueron los sabios, ni los jóvenes, ni los líderes religiosos. Fueron dos personas mayores, aparentemente invisibles para el mundo, pero atentas a la voz de Dios.
Mientras redactaba esto me sorprendió mucho la necesidad de que tengamos personas formadas en teología y filosofía. A veces la gente me pregunta: “¿Pero por qué a tus años escogiste esa carrera?” Precisamente porque tengo el tiempo para poder reflexionar y no estar dando patadas al aire, como menciona San Pablo. La reflexión es lo que yo llamaría clave. Porque simplemente tenemos la experiencia. Y quizás sea ese el motivo por el cual las empresas excluyen personas mayores: porque no somos fácilmente manipulables. Y no solamente empresas, sino instituciones de todo corte, que apelan a los jóvenes.
Y es una cosa muy interesante, porque es cierto: tienen la fortaleza física. Pero hay algo que falta y que es primordial: reflexión. Y quizás son fácilmente manipulables.
Recuerdo en los años 80, cuando un Presidente del Perú, muy hábil en la oratoria, persuadió a gran cantidad de gente. Y eran, en su mayoría, jóvenes. También recuerdo en la historia reciente a una señora, alcaldesa de Lima, que hizo desastres de corrupción. Y en el momento de la elección, le preguntaban a los jóvenes por qué votaban por ella, y lo decían de esta manera: “Porque ella es una de nosotros”. Inclusive la candidata había confesado que en algún punto consumió substancias ilícitas. Entonces los jóvenes se sentían atraídos. Bueno, es que lo semejante atrae lo semejante, y por eso nos encontramos como estamos al momento de elegir. En sociedades emocionales que no están dadas a la reflexión, los votos y la elección se dan con el hígado. Y después estamos sufriendo las consecuencias.
Quizás en esta época también uno de los mitos es que los jóvenes, de por sí, van a resolver los problemas. Que tienen idealismo. Pero ¿de qué vale el idealismo si falta reflexión?
El punto aquí es que tampoco quiero culpar ciento por ciento a los jóvenes. En las últimas elecciones también votaron personas por encima de los 30 y por debajo de los 50 por los candidatos que hemos tenido, y por tanto, son responsables solidariamente por los desastres que vivimos y el estado en que está el país.
A este respecto, de acuerdo: tuvimos un presidente tecnócrata, y salió elegido. En una conversación, una persona de unos 60 años me dijo: “Este es un gabinete de lujo”. Y no. El asunto no va por ahí. El asunto va por la capacidad de elección, discernimiento, que las personas deberían tener, sobre todo buscando el bien común.
Quizás lo que necesitamos no es una tecnología más rápida, ni magnificar a la juventud, sino una cultura más humana, menos llevada por las pasiones, y con equilibrio entre reflexión, experiencia, fortaleza y entusiasmo. Una sociedad donde la experiencia no sea un estorbo, sino una bendición; donde las canas no sean señal de descarte, sino de sabiduría; donde la juventud no sea excusa para desenfrenos, falta de mesura;donde cada persona, en cualquier etapa de la vida, pueda decir: todavía tengo algo que dar.