Hace algùn tiempo en un aula de la Universidad Católica XXX, viví una experiencia que aún resuena en mi alma. Estaba en un curso de la carrera de teología, y la docente, una mujer de aparente devoción, ejercía un liderazgo que, con el tiempo, reconocí como autoritario y profundamente manipulador. Bajo el disfraz de “buena voluntad” y “fervor espiritual”, insistía en que, aunque no fuéramos religiosos, debíamos cumplir con las mismas disciplinas que los consagrados: ayunos prolongados, vigilias nocturnas, oraciones en horarios estrictos… todo, sin consideración alguna por nuestras realidades concretas.

Claro, ayunar, velar y orar son prácticas valiosas, incluso esenciales, para el crecimiento espiritual. Pero no pueden convertirse en normas rígidas que ignoran la dignidad humana, la salud física, o las responsabilidades cotidianas. Me vi obligado a preguntarme:

  • ¿Qué pasa con los laicos que cuidan a un ser querido con demencia senil, noche tras noche, sin poder dormir?
  • ¿Qué pasa con quienes, agotados por el trabajo, el duelo o la enfermedad, apenas tienen fuerzas para respirar, mucho menos para cumplir con una lista de exigencias espirituales?
  • ¿Qué pasa con quienes padecen hipertensión, diabetes u otras condiciones que hacen peligroso saltarse una comida?

Jesús lo dijo con claridad: “El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Y sin embargo, en nombre de la “disciplina espiritual”, se nos exige adaptarnos a una espiritualidad ajena, ajena a nuestras vidas, a nuestras heridas, a nuestra vocación laical.

La Iglesia, fiel al Evangelio, enseña que el camino espiritual del laico no está separado del mundo, sino que se vive en medio de la familia, el trabajo, el servicio, el cuidado de los demás (Catecismo 898-900). Incluso el ayuno, lejos de ser una regla ciega, debe adaptarse a la edad, la salud y las circunstancias de cada persona (CIC 1249-1253). La verdadera espiritualidad no ignora el cuerpo, ni la historia, ni el sufrimiento.

Pero cuando se imponen prácticas sin discernimiento, sin misericordia, repetimos el error de los fariseos:

“Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas” (Mt 23,4). «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque devoráis las casas de las viudas y por pretexto hacéis largas oraciones! Por esto recibiréis una condenación más severa». (Mt 23,14)

Este pasaje es profundamente relevante hoy: ¿Acaso no hay quienes, con apariencia de santidad, imponen cargas a otros mientras viven lejos de la misericordia? ¿No es una advertencia para todos nosotros, especialmente para quienes enseñan, lideran o “hacen ver” su religiosidad?

Jesús no condena la oración larga en sí, sino la oración que sirve de máscara para la opresión.

«No es obediencia obedecer al error. No es humildad aceptar la injusticia como norma». Y tampoco es piedad hacer largas oraciones mientras se ignoran los clamores del hermano.

La verdadera disciplina espiritual no nace del miedo, ni de la culpa, ni de la obligación. Nace del amor. Del encuentro con un Dios que se acerca, que carga con nosotros, que no nos exige lo que Él no ha vivido.

  • ¿Sabes qué? Cuidar de un enfermo es una vigilía.
  • Acompañar a un anciano con paciencia es una oración.
  • Renunciar a tus tiempos, tus sueños, tus fuerzas por amor es un ayuno sagrado.

Estas no son excusas para la pereza espiritual, sino reconocimientos de una espiritualidad encarnada, real, humana. Porque el Reino de Dios no está solo en el silencio del oratorio, sino también en el ruido de la casa, en el cansancio del cuidador, en el abrazo que se da cuando ya no quedan palabras.

Lo que más me duele no es la exigencia en sí, sino ver cómo muchos justifican estas cargas como si fueran virtud, callan como si fuera prudencia, y se someten como si fuera obediencia. Repito: Pero no es obediencia obedecer al error. No es humildad aceptar la injusticia como norma.

Jesús nos llama a discernir. A distinguir entre el yugo de los hombres —pesado, opresivo, legalista— y el yugo de Cristo, que es “suave y ligera su carga” (Mt 11,30). Él no vino a imponer, sino a liberar. A sanar, no a herir. A dar vida, no a drenarla.

Y un día, como dice el profeta Ezequiel, Dios juzgará a los pastores que se apacentaron a sí mismos y descuidaron al rebaño (Ez 34,2-10). Ese día, no importará cuántas vigilias hicimos, sino si fuimos fieles a la voz del Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas.

Hoy siento que el Señor nos está llamando: A levantar pastores con corazón de padre y madre. A ser ovejas valientes, que no confunden disciplina con opresión, ni piedad con esclavitud. A construir una espiritualidad que no aplasta, sino que levanta. Que no condena, sino que salva.

Porque el Espíritu no esclaviza. El Espíritu libera. Y la verdadera disciplina nace de la libertad, no del miedo.

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu “vida espiritual” te agobia más que te alimenta? Quizá es momento de preguntarte: ¿De quién es esta voz que escucho? ¿Es la del extraño… o la del Pastor que conozco?

Reflexión final:

Que Dios nos dé sabiduría para discernir. Valor para decir “no” al legalismo. Y un corazón dispuesto a vivir una espiritualidad verdadera: humana, misericordiosa, libre.


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