Un testimonio desde la verdad y el coraje moral

Hoy ha sido un largo día. Acabamos de rendir un examen virtual, yo y un grupo de compañeros. Un examen aparentemente sencillo: 20 preguntas. Sin embargo, seis de mis respuestas —correctas, según el contenido estudiado— fueron marcadas como erróneas por el sistema. No por error de comprensión, sino, según la plataforma, por una razón que nadie podía explicar. En el chat grupal, cada uno tenía su teoría: ¿fallo técnico? ¿Error del sistema? Yo me atreví a decir lo obvio: el sistema no actúa solo; alguien lo programa. Y si falla, alguien debe asumir responsabilidad.

Pero esta no fue la primera vez que algo así ocurrió. Con esta docente ya habíamos tenido inconvenientes. En una ocasión, prometió comunicarse con nosotros tras una evaluación… y nunca lo hizo. Se le enviaron mensajes a través de conductos oficiales, que nunca fueron leídos ni respondidos. Nos dejó una tarea mal redactada, sin explicación, alegando estar “muy ocupada”. Y cuando, con respeto, le hicimos ver el problema, en lugar de reconocerlo, comenzó a justificarse, a culparnos, a decir que éramos los únicos que la cuestionábamos, que éramos “orgullosos”, que no entendíamos su carga.

Nos pidió que hiciéramos “un examen de conciencia”. Nos dijo que no teníamos derecho a cuestionar a un profesor. Como si en una universidad —una institución académica, no teocrática— el docente fuera una figura infalible, casi sagrada. Como si cuestionar fuera pecado. Y ahí fue cuando entendí: esto ya no era solo un problema de metodología o comunicación. Era un abuso de autoridad disfrazado de autoridad espiritual.

Nos reunimos para hablar con ella. Habíamos acordado hacerlo juntos. Pero cuando llegó el momento, mis compañeros guardaron silencio. Yo fui el único que habló. Y las consecuencias no se hicieron esperar: hostigamiento sutil, descalificaciones indirectas, un trato frío y punitivo. Al final, uno de los compañeros me dijo: “Mira, es la única carrera que hay aquí… no hay otra opción”. Otro justificó su comportamiento diciendo que *“estaba alterada”.

Pero ¿desde cuándo el miedo a no tener opciones justifica el silencio ante la injusticia?

Quiero recordar aquí un versículo del libro de los Proverbios:

“Cuando el hombre es reprendido, endurece su cerviz; al final será destruido” (Proverbios 29,1).

Es un acto de caridad —no de rebeldía— hacer ver a alguien cuando está equivocado. Todos llevamos dentro algo que los antiguos llamaban sindéresis: una chispa de conciencia que nos dice, sin palabras, qué está bien y qué está mal. Y cuando esa voz se apaga por miedo, comenzamos a normalizar lo anormal.

Lo que vivimos en clase no fue un incidente aislado. Fue un síntoma de algo más profundo: el síndrome de Estocolmo institucional. Un fenómeno en el que un grupo sometido a abuso emocional, autoritario o espiritual termina justificando a su opresor, por miedo, por dependencia, por la ilusión de que “no hay otra salida”. Y este mecanismo no solo ocurre en familias disfuncionales o en sectas, sino también en aulas, en curias, en instituciones que se dicen católicas.

Porque aquí entra otro nivel: el uso indebido de la fe. Escuché frases como: “Tenemos que hablar una hora, como Jesús con sus discípulos”. Sí, Jesús pidió oración… pero sus discípulos eran hombres que habían dejado todo para seguirlo. Eran, en términos actuales, consagrados. ¿Puede exigirse lo mismo a laicos que trabajan, estudian, tienen familias? Y más aún: ¿puede usarse la Escritura para manipular, para imponer, para silenciar?

Un curso que se dice “católico” debería basarse en los documentos de la Iglesia, en la doctrina, en el Magisterio. Pero no vi eso. Vi autoritarismo. Vi falta de claridad. Vi la ausencia de diálogo, que es esencial en toda universidad. Y vi cómo el nombre de Dios se usaba como escudo para evitar rendir cuentas.

Y es aquí donde la Palabra de Dios me interpela con fuerza. Como dice el libro de Proverbios:

“Abre tu boca por el que no tiene voz, defiende los derechos del pobre y del necesitado” (Pr 31,8-9).

No se trata de arrogancia, sino de justicia. No es rebeldía, sino obediencia a un mandato superior: levantar la voz por quienes van a la muerte en silencio, por quienes sufren en la sombra, por quienes temen hablar porque creen que no hay salida. Y yo tuve que hacerlo. A costa de amistades, de comodidades, de pertenencia. Por eso he decidido: al terminar estos exámenes, me retiro de esta institución. No por capricho, sino por conciencia.

Porque el catolicismo no puede reducirse a una falsa caridad que tolera todo, que calla ante el error, que teme al conflicto. La verdadera caridad no es complacer, es amar hasta la verdad. Y la verdad, a veces, duele. Como dijo el Papa Pío XII:

el gran problema del siglo es que hemos perdido el sentido del pecado. Yo agregaría: también hemos perdido el sentido de la valentía moral y la claridad doctrinal.

Apocalipsis nos recuerda: “Tengo contra ti que toleras… que seduce a mis siervos” (Ap 2,20). Tolerar la injusticia, la opacidad, el abuso… es cómplice. Y cuando una institución deja de ser garante de justicia académica, cuando los exámenes no se corrigen con equidad, cuando el diálogo es suplantado por el miedo, uno debe sacudir el polvo de sus pies y seguir adelante.

Porque sí, hay opciones. No estamos en una caja. El abusador —sea docente, esposo, clérigo— siempre busca hacer creer que no hay salida. Trabaja en ganarse la simpatía, luego en minar la autoestima, hasta que la víctima piensa que merece el maltrato. Pero no es así. Yo, como sobreviviente de abuso, puedo decirlo con autoridad: hay salida. Pero depende de ti sacudirte, de decir basta, de buscar ayuda.

Conozco a un familiar que sufrió abuso físico y verbal durante años. Nunca denunció. Solo se sintió libre cuando el abusador murió. Y ahora, en su dolor, dice: “¿Por qué no hice algo antes? Podría haberlo detenido”. Es una lástima que la libertad llegue demasiado tarde.

Este escrito va por todos aquellos que sienten culpa por cuestionar, por denunciar, por salir. Que piensan que están “faltando a Dios” o “a la Iglesia”. Pero no. La Iglesia misma exige justicia. Los obispados tienen protocolos. La verdad no es división; el silencio cómplice, sí.

Si estás en una situación donde no hay garantía académica, donde no se respeta tu dignidad, donde se usa la fe para manipular… te digo: ámate más a ti mismo. Busca otra opción. No permitas que tu futuro se sacrifique en el altar de la comodidad ajena.

Sacude tus pies. Y sigue adelante.

Porque la verdad no solo nos hace libres… nos hace humanos.

¿Qué hacer si estás siendo abusado? Un camino de liberación

A quienes lean esto y reconozcan en su vida una situación similar, quiero dejarles estas palabras no como consejos, sino como señales de esperanza:

  1. Identifica el abuso. No todos los abusos son golpes. Puede ser verbal, emocional, espiritual, laboral o institucional. Si algo te hace daño, si constantemente te sientes pequeño, culpable o asustado, algo está mal.
  2. Busca ayuda. No estás solo. Habla con un psicólogo, un acompañante pastoral de confianza, un familiar sano. El abuso prospera en el aislamiento. Rompe el círculo.
  3. Evita la introyección. No te tragues las mentiras del abusador. No eres inútil, no eres arrogante, no mereces el maltrato. Tu valor no depende de lo que digan de ti.
  4. Toma medidas. Tu salud y tu seguridad vienen primero. Puedes alejarte, denunciar, cambiar de entorno. Proteger tu vida no es pecado: es acto de sabiduría y de amor propio.
  5. Rompe el silencio. Habla. Escribe. Comparte. El silencio es el cómplice del opresor. Al hablar, no solo te liberas tú: das fuerza a otros que callan.
  6. Cuida tu espiritualidad con verdad. Dios no te exige sufrimiento. Jesús vino para “dar vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10). No permitas que usen la fe para someterte. Busca una espiritualidad que sane, no que oprima.
  7. Recuerda: hay salida. No estás atrapado. No estás solo. Has sobrevivido hasta aquí. Ahora, con coraje, puedes comenzar a sanar. Y si hoy no puedes, mañana sí. Da un paso. Luego otro. Dios no te pide que sufras. Te pide que vivas. Y a veces, vivir significa decir: “Basta.”

Una respuesta a «Cuando callar ya no es caridad»

  1. Avatar de Rosario Hinostroza Portocarrero
    Rosario Hinostroza Portocarrero

    Absolutamente de acuerdo con tigo, si aquella lanza calificativos como lo que mensionas, entonces aquella que no reconoce sus errores con humildad que calificativos tendrá?, y muy bien ganados.
    Es Cierto debemos amarnos porque, en nosotros habita Dios, somos su Templo, somos su Iglesia, y nadie bajo el disfraz de lo que utiliza para someter al prójimo de las diferentes formas, puede tener el Honor de instruir a personas que esperan coherencia, en la verdad y la vida y esa verdad y vida es Dios.
    Recordemos siempre, que El Señor Jesús nos dijo, todo lo que aquí mencionas.
    Entonces yo me pregunto, cómo puede ser o sentirse autoridad alguien que ni si quiera tiene el más mínimo sentido de la Calidad humana para, colocarse como docente en el trabajo de una materia sumamente importante para nuestra vida eterna?
    Y porsupuesto el silencio es cómplice de las injusticias.
    Los hijos de Dios nos caracterizamos por ser valientes, para defender la justicia, la vida espiritual y física.
    Es valentía es la fuerza Divina que nos infunde Dios.
    No temer, porque como dices no estamos solos nunca, tenemos a Dios de nuestra parte.
    Y tenemos que saber que valemos mucho para un alguien trate de destruir nuestros sentimientos, valemos un precio que el único que pudo pagar por cada uno fue CRISTO!!
    También, en nuestro sentimiento consideremos la Caridad, Caridad por esa persona, si pero no consentir.
    Y CARIDAD por los que aún no rompen la barrera del temor, y no valoran su dignidad y bajan la cabeza en lugar de apoyar al que da el primer paso.
    La Unión hace la Fuerza.
    Felicitaciones, hermano Jorge en Cristo Jesús!!
    Tu reacción es Loable!!

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