Contra la Efebolatria

Contra la Efebolatria

Por una civilización que honre la memoria y no idolatre la juventud

Hoy padecemos un culto tan generalizado que merece un nombre propio: efebolatría —la adoración de la juventud como valor supremo. No se trata solo de preferir lo joven, sino de elevarlo a la categoría de verdad, progreso y futuro absoluto. Esta idolatría atraviesa la publicidad, la educación, la política, la tecnología, las artes y, lamentablemente, también ha penetrado en la vida religiosa. Basta escuchar con qué frecuencia se repite en ambientes eclesiales: “El futuro de la Iglesia está en los jóvenes”. Dicho sin matiz, ese lema no es pastoral, sino pelagiano: sugiere que la fe depende de la energía de una generación, como si fuera un proyecto humano que debe reinventarse cada veinte años, y no un misterio recibido, custodiado y transmitido a través de los siglos. La Iglesia no se salva por la novedad, sino por la fidelidad.

Más allá del ámbito religioso, se repite con entusiasmo que “el futuro está en la Generación Z”, como si la humanidad hubiera estado esperando a este grupo de nacidos después del 2000 para hallar, al fin, la luz. Detrás de esa frase —a menudo bienintencionada— late una presunción peligrosa: que todo lo anterior es obsoleto, que la experiencia acumulada a lo largo de siglos es un lastre, que la sabiduría de los mayores ya no cuenta. Es la ilusión moderna de construir “desde cero”, como si la ética, el conocimiento o la belleza pudieran brotar espontáneamente del vacío cultural.

Pero la historia no respalda esa fantasía. Cada intento de borrar el pasado para empezar de nuevo ha terminado en tragedia. Piénsese en la Revolución Cultural china: una cruzada contra la tradición, los ancianos, los libros, los templos… que prometía una humanidad nueva y purificada. El resultado, tras décadas de caos, fue una sociedad hiper-capitalista, materialista, fragmentada, donde millones de mujeres son “sobrantes”, los jóvenes viven como esclavos del trabajo y las apariencias, y el vacío espiritual se llena con consumo desenfrenado. No hubo liberación: hubo reemplazo de ídolos, no de esclavitud.

El verdadero progreso nunca nace del olvido, sino de la síntesis viva entre lo antiguo y lo nuevo. No se trata de oponer generaciones, ni de que los jóvenes desplacen a los mayores como si fueran piezas gastadas. Se trata de reconocer que la civilización es transmisión. El anciano posee la sabiduría de lo probado; el joven, la energía para renovarlo. Pero si uno no escucha al otro, el joven se vuelve arrogante y el anciano, amargado. Y la sociedad se quiebra.

Aquí radica una paradoja trágica: los jóvenes condescendientes que hoy menosprecian a los ancianos, ¿llegarán algún día a serlo? Parecen vivir como si la vejez fuera un destino ajeno, un error del sistema que no los alcanzará. Y mientras, los ancianos, seducidos por mitos como los de la película Cocoon, sueñan con una vejez eternamente vigorosa, sin arrugas, sin dolores, sin límites. Pero esa perspectiva —tanto la del joven que niega su futuro como la del anciano que niega su presente— es igualmente engañosa. Ambas rechazan la verdad humana: que somos criaturas finitas, destinadas a nacer, crecer, declinar y morir. Y en ese declinar hay un misterio que no debe ocultarse, sino acogerse.

Porque la juventud y la vejez no son fases intercambiables, sino complementarias en la arquitectura del tiempo humano. El joven está en la “edad productiva”: tiene en sus manos el desarrollo de su identidad, la capacidad de procrear, de proveer, de edificar. Por eso, toda la maquinaria consumista se dirige a él: lo ve como motor de ganancias. En cambio, al anciano —que ya no “produce” en el mismo sentido, ni consume con la misma intensidad— se le considera un sobrante. En este sistema, no vales por tu dignidad, sino por tu capacidad para consumir.

Pero el anciano no está llamado a competir en productividad, sino a reflexionar, orientar, contemplar. Su misión no es generar riqueza, sino sentido. No es construir edificios, sino custodiar la memoria de los cimientos. Y en una sociedad —y una Iglesia— que solo valora lo inmediato, esa misión es más necesaria que nunca.

En este contexto, envejecer no es un fracaso, sino un mérito. Es testimonio de haber resistido, de haber amado, de haber cooperado con la vida a pesar del dolor. Y quien ha vivido mucho tiene el deber —y el honor— de recordar a los que vienen: “No todo lo nuevo es verdadero, y no todo lo viejo ha dejado de serlo”.

La civilización no necesita solo innovación; necesita memoria encarnada. No necesita solo disruptores; necesita guardianes. Y no se salvará por la fuerza de lo juvenil, sino por la comunión entre quienes reciben y quienes entregan.

Porque el futuro no pertenece a los jóvenes.
El futuro pertenece a quienes saben de dónde vienen —y aceptan, con humildad, adónde van.


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