El asesinato, hace unas semanas, de un conocido activista antiwoke, que solo invitaba a debatir argumentos, ha revelado una polarización ya no tan oculta.
En esta era, todo parece necesitar una etiqueta. Si alguien no encaja en una identidad política, moral o cultural claramente delimitada, rápidamente es marginado, perseguido, silenciado, eliminado. Este reduccionismo, que simplifica la riqueza de la experiencia en categorías binarias —correcto o incorrecto, ortodoxo o herético, progresista o reaccionario—, termina convirtiéndose en una caricatura de la humanidad.
El problema no está en disentir o defender convicciones, sino en la obsesión por forzar la complejidad de la existencia en moldes rígidos. Como advirtió Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, la mediocridad social se afirma en la comodidad de fórmulas colectivas que sustituyen el esfuerzo del pensamiento propio. Quien no se somete a ellas es visto como una amenaza.
Sin embargo, el ser humano es demasiado complejo para ser reducido a ceros y unos. Nietzsche criticaba ya a los moralistas de su tiempo por querer uniformar la vida bajo códigos fijos, olvidando que la existencia es “flujo”, voluntad y devenir. Algo similar señala Byung-Chul Han en La expulsión de lo distinto:
nuestra sociedad busca transparencia y homogeneidad, pero en ese proceso elimina la alteridad, la riqueza de lo diferente.
El pensamiento auténtico no teme la ambigüedad. Al contrario, se atreve a habitarla porque sabe que la verdad se encuentra más allá de los slogans y las trincheras ideológicas. En un mundo polarizado, lo verdaderamente radical no es gritar más fuerte que los demás, sino tener la serenidad de decir: no acepto un discurso binario —venga del wokismo, del mercado, de la religión o de cualquier dogma.
Tal vez la madurez filosófica consista precisamente en eso: en aprender a resistir la tentación de las etiquetas, para abrirse a la complejidad inabarcable de lo humano.
También ahora se convierte al que piense distinto en enemigo, sujeto a ser eliminado.
La violencia que sustituye al argumento
Chesterton decía esto:
“Si se deja de discutir sobre si el césped es o no verde, no significa que se llegue a un acuerdo, sino que alguien será prohibido —o eliminado— por sostener que es verde.”
La enseñanza de fondo es clara: cuando se acaban los argumentos, cuando ya no hay disposición al debate racional, lo que queda es la imposición violenta. Y esa imposición —sea física, legal o simbólica— no es fortaleza, sino inseguridad disfrazada de poder.
En la historia, los regímenes más autoritarios no nacieron de una abundancia de certezas, sino de una profunda fragilidad: miedo a la disidencia, incapacidad de soportar lo distinto.
El asesinato de un activista (o la censura de cualquier voz) debería leerse en esta clave: no como victoria de una causa, sino como confesión de debilidad de quienes no se atreven a debatir. El verdadero campo de batalla de las ideas no son las armas, sino la palabra.
Al final, si el césped es verde o no, no se decide con balas, sino con argumentos. Lo que en realidad quisieron asesinar, es la verdad.


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