Sumisión no es santidad

Sumisión no es santidad

Sobre el abuso de autoridad y el malentendido de la mansedumbre cristiana

Vivimos tiempos confusos, en los que muchos cristianos han confundido la mansedumbre con el silencio cómplice. Nos han enseñado a «dar la otra mejilla», pero no nos explicaron que Cristo también levantó la voz, también denunció y también tomó el látigo cuando fue necesario.

Recientemente, una joven, con buena intención, pero sin una formación bíblica sólida— me escribió para animarme a no abandonar mis estudios. Me habló de la división del reino del Norte y del Sur en Israel, citando el Antiguo Testamento como si ese fuera el modelo que debe regir nuestras relaciones humanas en una universidad. Me sugirió que Dios le había hablado a través de ese texto. Le respondí con serenidad, pero con firmeza:

La universidad no es una teocracia. Las autoridades académicas no son elegidas por designio divino como los reyes de Israel, sino por estatutos humanos. Tienen límites. Cometen errores. Y, si se abusa de la autoridad, debe decirse.

El catolicismo actual —al menos en muchos espacios— ha asumido una forma blanda, casi anestesiada. No confronta. No ama la verdad. Prefiere la comodidad de lo políticamente correcto antes que la claridad del Evangelio. Prefiere las buenas formas al ardor profético. Nos han hecho creer que obedecer ciegamente a toda autoridad es virtud. Y no lo es.

¿Qué dice realmente la Biblia?

La Escritura no es un escudo para justificar el abuso ni una excusa para someterse pasivamente. Los profetas desobedecieron a reyes. Los apóstoles fueron encarcelados por predicar lo que las autoridades prohibían. San Pedro declaró:

“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5,29).

¿O hemos olvidado que Jesús fue crucificado por las mismas autoridades religiosas que se arrogaban hablar en nombre de Dios?

Romanos 13, tan citado para justificar la obediencia ciega, no es una invitación a aceptar la injusticia. San Pablo también escapó por una ventana (Hechos 9,25) y apeló a César cuando fue necesario. Obedecer a la autoridad legítima no significa rendirse a la autoridad injusta.

Y es precisamente San Pablo quien nos da un ejemplo claro de cómo defender la dignidad sin caer en el orgullo ni en la rebeldía desmedida.

El Apóstol San Pablo, dentro de su currículum, contaba con el hecho de que era ciudadano romano por nacimiento. La ciudadanía romana concedía varios privilegios: entre ellos, el derecho a ser juzgado directamente por el César, no por cualquier funcionario local; también implicaba que, en caso de condena a muerte, la pena fuera la decapitación —considerada por los romanos menos cruel que la crucifixión u otros métodos de ejecución.

Fue así que, cuando fue detenido de manera ilegal, arbitraria y abusiva —como tantas veces proceden las autoridades incluso hoy—, estaba a punto de ser azotado. Pero azotar a un ciudadano romano sin juicio era una grave ofensa contra la ley. Al declarar Pablo: “Yo soy ciudadano romano por nacimiento”, el tribuno que lo tenía bajo custodia tembló. Incluso le dijo: “Yo he comprado este derecho con gran suma de dinero”, a lo que Pablo respondió con serena firmeza: “Pero yo lo soy por nacimiento”.

Y no se quedó allí. Exigió que los que los habían encarcelado sin causa vinieran ellos mismos a pedirles disculpas. Y así lo hicieron. No hubo aspavientos, no hubo violencia, no hubo gritos. Hubo dignidad. Hubo conocimiento del derecho. Hubo valentía.

¿Eso fue orgullo? ¿Fue arrogancia? No. Fue dignidad. Fue el ejercicio responsable de un derecho que Dios permite, incluso en medio de la persecución.

San Pablo no renunció a su condición ni se humilló innecesariamente. Usó los mecanismos legítimos a su alcance para proteger su integridad y su ministerio. Y lo hizo sin odio, sin venganza, pero con claridad.

Este episodio no es un detalle menor. Es un precedente bíblico que nos enseña que la fidelidad a Dios no exige la renuncia a la dignidad humana, ni la aceptación pasiva del abuso.

“No es el tiempo”

Otra persona muy devota, al ver lo que ocurría, me dijo que estaba de acuerdo conmigo… pero que prefería callar “porque no era el tiempo de hablar”. Me pregunto: ¿cuándo es el tiempo?

¿Será cuando el abuso se haya normalizado? ¿Cuando nadie se atreva a alzar la voz? ¿Cuando se haya destruido la dignidad de quienes deciden hablar?

El tiempo es ahora. El tiempo de denunciar el abuso es cuando ocurre, no cuando ya ha hecho estragos.

Cristo no esperó “el tiempo oportuno” para llamar hipócritas a los fariseos. No esperó que el templo se vaciara para volcar las mesas. No esperó a que fuera “prudente” sanar en sábado. Porque el tiempo de hacer el bien, el tiempo de decir la verdad, siempre es ahora.

La mansedumbre no es cobardía

Mansedumbre no es callar. Mansedumbre es actuar con amor, sin odio, pero con firmeza. Dar la otra mejilla no significa permitir que te aplasten la dignidad ni mirar a otro lado cuando otros son humillados.

Jesús fue manso, sí. Pero también fue libre. Libre para hablar. Libre para denunciar. Libre para dar su vida, no por silencio, sino por testimonio.

Hoy muchos se ocultan detrás de una falsa prudencia para no comprometerse. Pero el cristiano está llamado a ser sal y luz, no adorno decorativo.

Conclusión

No soy rebelde. No soy irrespetuoso. Pero no estoy dispuesto a callar ante el abuso. No en nombre de Dios. No en nombre de una obediencia mal entendida. Y no en nombre de una paz que no es la de Cristo.

Cristo no vino a traer una paz falsa, sino la espada que separa la mentira de la verdad, la tibieza del ardor, la comodidad del testimonio.

Desgraciadamente, la Iglesia en los últimos años —como ya he señalado— ha estado más preocupada por buscar lo políticamente correcto, por evitar el conflicto, que por tratar con dignidad tanto a sí misma como a las personas. Ha preferido la armonía superficial a la justicia profunda. Ha confundido la mansedumbre con la sumisión pasiva. Y en ese proceso, ha dejado de ser profética.

Pero el ejemplo de San Pablo nos recuerda que defender la justicia, exigir responsabilidad y reclamar derechos no es pecado. Es acto de fe. Es testimonio. Es fidelidad.

Prefiero estar solo con la conciencia en paz que acompañado en la hipocresía.

«Ay de ustedes cuando todos hablen bien de ustedes» (Lucas 6,26). No vine a agradar. Vine a decir la verdad.

Este ensayo no busca dividir, sino despertar. No busca ofender, sino liberar conciencias del miedo disfrazado de piedad. Porque la verdadera santidad no se mide por cuánto callamos, sino por cuánto amamos con verdad y con justicia.


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