Encontrar A Dios

Encontrar A Dios

Al encontrar a Dios, me encontré a mí mismo

Una de las experiencias más profundas del ser humano es el descubrimiento de su verdadera identidad. En medio del ruido del mundo, de los espejismos de la cultura del tener y del parecer, hay quienes logran expresar con asombro: “Al encontrar a Dios, me encontré a mí mismo”. Esta frase, sencilla pero potente, resume una verdad teológica y existencial: el ser humano no puede conocerse plenamente a sí mismo si no entra en relación con su Creador.

La búsqueda de uno mismo: un deseo universal

Desde tiempos antiguos, la humanidad ha buscado comprenderse a sí misma. El salmista se pregunta: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que lo cuides?” (Sal 8,5). Esta pregunta resuena también en nuestros días, en los corazones de quienes se sienten vacíos, perdidos o fragmentados.

La modernidad ha promovido una idea de autonomía que, si bien ha traído avances, también ha llevado a muchos a una soledad interior. El individualismo contemporáneo ha generado una identidad construida sobre opiniones cambiantes y validaciones externas. Pero cuando se encuentra a Dios —no como idea, sino como Persona— todo cambia. Aparece una certeza: no estoy hecho al azar, tengo origen, tengo fin, y entre ambos extremos, tengo un sentido.

“Nos hiciste, Señor, para ti”

San Agustín de Hipona, en el inicio de sus Confesiones, proclama:

“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones I, 1,1).

Este descanso no es pasividad, sino integración: cuando el alma se encuentra con Dios, todo en ella encuentra su lugar. La memoria, el deseo, la voluntad y la razón se ordenan. El encuentro con Dios produce un reencuentro con uno mismo, una reconciliación interior. Dios no anula al hombre, lo revela.

En la misma línea, el Concilio Vaticano II afirma:

“Cristo, el nuevo Adán, al revelar el misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et Spes, 22).

Es decir, en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, descubrimos quiénes somos realmente.

Jesús, espejo del hombre verdadero

Cristo es la imagen visible del Dios invisible (cf. Col 1,15). Al mirar a Jesús, descubrimos lo que significa ser plenamente humano. Su vida no fue solo un ejemplo moral, sino una revelación de lo que el ser humano está llamado a ser. Por eso, Gaudium et Spes también enseña que sólo en el misterio del Verbo encarnado se esclarece el misterio del hombre.

Encontrar a Dios no nos aliena ni nos hace perder identidad; al contrario, nos permite reconocer nuestra dignidad como hijos. Así lo declara san Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Y ese “yo” transformado no desaparece, sino que florece en plenitud.

El bautismo: inicio del verdadero conocimiento de sí

El encuentro inicial con Dios, para el cristiano, se realiza de manera sacramental en el bautismo. Allí se nos da una identidad nueva: somos injertados en Cristo y hechos hijos en el Hijo. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa así:

“El bautismo hace del neófito una nueva criatura, un hijo adoptivo de Dios que ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina” (CEC, 1992, n. 1265).

Este nuevo nacimiento es, en realidad, el verdadero “hallazgo” del yo profundo: el yo que vive de Dios, que se sabe amado, redimido y llamado.

Una experiencia viva

La frase “Al encontrar a Dios, me encontré a mí mismo” no es solo un hecho pasado. Es una realidad que se actualiza cada vez que volvemos al silencio, a la oración, a la Palabra. Es allí donde Dios nos habla, como lo hizo con Elías en el Horeb, no con estruendo, sino con “el susurro de una brisa suave” (1 Re 19,12).

Esa voz susurra nuestro verdadero nombre, como el Resucitado que llama a María por su nombre y, en ese instante, ella lo reconoce (cf. Jn 20,16). Cada encuentro con Dios es también un reconocimiento: sabemos quiénes somos porque nos sentimos mirados y amados.

Conclusión

En un mundo que ofrece múltiples espejos rotos, solo el rostro de Dios nos devuelve una imagen auténtica de nosotros mismos. Encontrarlo no es alejarnos de la vida, sino entrar en ella desde su fuente. Así, al encontrar a Dios, descubrimos no solo su misterio, sino también el nuestro. Y ese descubrimiento, lejos de encerrarnos en nosotros, nos lanza al amor, al servicio y a la libertad verdadera.


Referencias (APA, 7ª edición)

Catecismo de la Iglesia Católica. (1992). Catecismo de la Iglesia Católica (2ª ed.). Librería Editrice Vaticana. https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/index_sp.html

Concilio Vaticano II. (1965). Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual. Librería Editrice Vaticana. https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_cons_19651207_gaudium-et-spes_sp.html

La Biblia. (2001). Sagrada Biblia: Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Biblioteca de Autores Cristianos.

San Agustín. (1998). Confesiones. Editorial Ciudad Nueva.