Uniendo lo secular y lo eclesiástico
Hoy, mientras rezaba las vísperas, me encontré con una frase que captó profundamente mi atención. En uno de los cánticos se dice: “Dios se cansó con nosotros”. Esta afirmación, aunque breve, es una gran realidad teológica. Dios se encarnó en Jesucristo y, como hombre, experimentó lo que es trabajar, cansarse, transformando la materia de su propio estado. En su vida terrena, al ser carpintero, transformaba la madera, y con ello, nos enseña que el trabajo no es una maldición, como algunos pueden pensar, ni tampoco existen ámbitos “seculares” y “sagrados” que estén separados, como si fueran dos planos diferentes.
Si Dios, en la persona de Jesucristo, trabajó la materia, entonces eso mismo se transforma en un ámbito trascendente y espiritual. No hay división entre lo que hacemos en nuestra vida diaria y el llamado a vivir como cristianos. Es más, esta enseñanza nos reta a integrar la presencia de Dios en todos los aspectos de nuestra vida, incluso en nuestras actividades cotidianas.
Recientemente, conversaba con una persona que me compartía un sentimiento que, aunque común entre muchos creyentes, es importante reflexionar. Esta persona deseaba servir más a Dios, pero pensaba que debía hacerlo dentro de un ámbito específico de la Iglesia, limitándose a los grupos y a la parroquia. Sin embargo, como católicos, sabemos que nuestra incorporación a la Iglesia se realiza en el bautismo, y estamos llamados a vivir nuestra vida conforme a lo que Cristo nos enseñó, no solo en el templo, sino en todas nuestras actividades cotidianas, incluidas nuestras profesiones y responsabilidades familiares.
A menudo, algunas personas tienen la tendencia de pensar que existen dos compartimientos en la vida: lo eclesiástico y lo secular. Sin embargo, Cristo encarnado nos enseña a unir ambas realidades. El servicio a Dios no está limitado a lo que se hace dentro de un grupo o en una parroquia. No estamos llamados solo a servir a Dios en los espacios eclesiales. Más bien, estamos llamados a transformar lo que hacemos en este mundo, y nuestra vida entera debe estar impregnada de la presencia de Dios. Como dice San Pablo en su carta a los Colosenses: “Y todo lo que hacéis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3, 23).
Cuando trabajamos, estudiamos, cuidamos a nuestra familia o ejercemos nuestra profesión, estamos llamados a hacerlo con una intención profunda: para Dios. No debemos separar lo que hacemos de nuestra vida cristiana. La vida cristiana no es solo lo que hacemos dentro de la Iglesia, sino cómo vivimos cada momento del día en comunión con Cristo. El trabajo, entonces, se convierte en un acto de servicio y de transformación, no solo en el ámbito espiritual, sino también en el mundo que nos rodea.
Por supuesto, el trabajo no siempre es fácil. Muchos enfrentan la tentación de dedicar demasiado tiempo a la empresa, a las metas personales o corporativas, sin dejar espacio para lo que realmente importa, como la familia, la salud y el desarrollo personal. De hecho, a veces llegamos a creer que debemos entregarnos por completo a nuestro trabajo, incluso a costa de nuestra vida personal. Esto, en realidad, es una forma de esclavitud, como mencionaba hace un tiempo una persona que trabajaba en una línea aérea. En un curso universitario, le dijeron que muchos de sus compañeros terminarían separados o divorciados debido a la presión del trabajo. Esta es una triste realidad de la cultura del “éxito” y el “esfuerzo extremo”. En esta cultura, las personas sacrifican su bienestar y sus relaciones personales por cumplir con las expectativas laborales o profesionales, olvidando que lo que realmente tiene valor no es el reconocimiento en el trabajo, sino la paz interior y la comunión con Dios.
La palabra de Dios también nos desafía: “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican” (Salmo 127, 1). Es necesario que, al trabajar y vivir, lo hagamos en unión con Dios, reconociendo que Él es la fuente de nuestra fortaleza y que, al vivir conforme a Su voluntad, encontramos verdadero propósito y descanso. Al igual que Cristo se cansó en su trabajo, nosotros también experimentamos el cansancio. Pero hay una gran diferencia: al trabajar con Cristo, Él está con nosotros, en nosotros y a través de nosotros. El trabajo ya no es una carga que llevamos solos, sino que se convierte en un acto de amor y servicio.
Como católicos, no hacemos proselitismo; más bien, somos la tradición viva, la comunicación del Evangelio a través de nuestra conducta. Nuestra vida debe ser el mensaje. Si es necesario, usamos palabras para transmitir lo que hemos vivido en Cristo. De hecho, San Francisco de Asís decía: “Predica el Evangelio en todo momento y, si es necesario, usa palabras”. No se trata solo de lo que decimos, sino de lo que somos y de cómo vivimos. Nuestra vida es una carta viva, una epístola que comunica a los demás lo que Cristo ha hecho por nosotros y lo que puede hacer por ellos. Somos los Evangelios vivientes, llamados a reflejar la imagen de Cristo en todas nuestras acciones.
Finalmente, es importante recordar que el trabajo y la vida cristiana no se separan. En la vida secular, en nuestra familia, en el trabajo y en nuestros estudios, Dios está presente. La clave está en vivir nuestra vida como si todo lo que hacemos fuera para Él. Como dice San Pablo: “Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Romanos 12, 1). Este es el verdadero desafío: no separarnos de Dios, sino integrar Su presencia en todo lo que hacemos.
Cuando trabajamos con Cristo, en Él y a través de Él, nuestra vida se convierte en un acto de alabanza y servicio. Al final, todo lo que hacemos, desde las tareas más mundanas hasta las más elevadas, tiene un propósito: glorificar a Dios.